¿Por qué estamos más tristes que nunca?
Los latinoamericanos no siempre se muestran felices como los habitantes de los países nórdicos, pero se ven menos tristes, enojados y asustados
En tiempos revueltos, la felicidad choca con su peor enemiga: la incertidumbre. Más de 150.000 personas de 140 países, entre ellos Argentina, respondieron preguntas simples: ¿te sentiste descansado ayer?, ¿te reíste?, ¿aprendiste o hiciste algo interesante?, ¿te sentiste estresado?, ¿te sentiste maltratado?, etcétera. Nada vinculado con la coyuntura política ni con la económica. Inquietudes sobre la vida cotidiana. ¿El resultado? Los habitantes de la mayoría de los confines del planeta están más tristes, enojados y asustados que nunca, concluye el Informe de Emociones Globales de Gallup.
El índice negativo de 2018 empató con el del año anterior y superó todas las marcas desde que comenzaron a realizarse estas mediciones en 2006. Otros estudios señalan que, por el aumento de la expectativa de vida y algunos indicadores positivos, deberíamos ser más felices que nunca. Pues, no. Estamos más tristes, enojados y asustados. Entre los diez países más positivos figuran Paraguay, Panamá, Guatemala, México y El Salvador. Les siguen Indonesia, Honduras, Ecuador, Costa Rica y Colombia. Nueve de los diez son latinoamericanos. Sorprendente. El grado de satisfacción no contempla el poder adquisitivo.
Es difícil medir las emociones. Más aún, generalizarlas. Aristóteles, discípulo de Platón y maestro de Alejandro, sostenía tres siglos antes de Cristo que el fin de la polis debía ser “la felicidad de los ciudadanos” y que, para alcanzarla, podían aplicarse “las distintas formas de organización política”. Tanto la Declaración de Independencia de Estados Unidos como las constituciones de Japón, Corea del Sur y Brasil consagran el derecho a “la búsqueda de la felicidad”. Un anhelo individual, más que colectivo, también contemplado en la Constitución de España de 1812, llamada La Pepa, como “objeto del gobierno”.
El escritor James Hilton inventó un edén: Shangri-La. Lo ubicó, en su novela Horizontes perdidos, en el valle del Himalaya, entre India y China, donde se encuentra Bután, territorio que ha vivido aislado durante más de un milenio y que, por cuestiones estratégicas, exalta la medición de la felicidad como su marca país. Estuvo allí el periodista Eric Weiner, nacido en 1963, el Año de la Casa del Sol Sonriente, en Estados Unidos, durante una recorrida por los diez países que se jactan de ser los más felices. Quiso hallar algo parecido a Shangri-La o las Islas Afortunadas, imaginadas por Platón. No pudo, admite en su libro La geografía de la felicidad.
"Los latinoamericanos no siempre califican su vida como la mejor, pero ríen, sonríen y disfrutan como nadie en el mundo", dice Jon Clifton, gerente global de Gallup. Excepto el escritor británico George Orwell con los ministerios del Amor, de la Paz, de la Abundancia y de la Verdad, plasmados en la novela 1984, ni el remoto reino budista de Bután, el único que mide la felicidad interna bruta en lugar del producto interno bruto, se atrevió a tanto como Nicolás Maduro. En 2013 creó el Viceministerio para la Suprema Felicidad Social del Pueblo de Venezuela, encargado de coordinar los planes sociales. Tres años después, Emiratos Árabes lanzó su Ministerio de la Felicidad, como si la felicidad fuera un asunto de Estado.
Felicidad es sinónimo de dicha, derivada del verbo decir. La felicidad de los romanos dependía de las palabras que pronunciaban los dioses cada vez que nacía una criatura. El hado (destino) quedaba trazado en la dicta (lo dicho). Hado proviene de fatum, participio pasivo de fari (hablar, decir). Hasta el siglo XVIII, la gente creía que era real el bíblico Jardín del Edén. Está en la confluencia de los ríos Tigris y Éufrates, donde queda un país de sonrisa difícil: Irak. De sonrisa tan difícil como otros, acechados por diversas razones por la madre de todas las penas: la incertidumbre.
Twitter: @JorgeEliasInter | @Elinterin
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