Dentro de la maleta, expuesta al escáner, había un cuerpo acurrucado. Los agentes de la Guardia Civil de España, apostados en el enclave africano de Ceuta, cerca de Marruecos, no podían creerlo. Era un niño de ocho años de edad. Estaba plegado sobre sí mismo. La penosa estampa de Adou, en posición fetal para burlar los controles y reunirse con su padre, Alí Ouattara, marfileño de 42 años radicado en Sevilla, resume los pesares de los 60 millones que, a raíz de las guerras, los conflictos y las persecuciones, se han visto forzados a abandonar sus hogares y convertirse en desplazados internos o refugiados en otros países. La mitad son menores.
En 2014, 42.500 personas por día pasaron a ser refugiados, desplazados internos o solicitantes de asilo, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). Es la cifra más alta jamás registrada. Y continúa en ascenso. La urgencia humanitaria, aceitada por la guerra en Siria desde 2011, persiste en ese país, Afganistán, Somalia, Sudán, Sudán del Sur, la República Democrática del Congo, Myanmar, la República Centroafricana, Irak, Eritrea y Colombia. Una de cada 122 personas en el mundo debe irse de su casa. Si toda esa gente formara un país, sería el número 24 en cantidad de población.
La imagen radiografiada de Adou, conocido como el niño de la maleta, dio la vuelta al mundo como un reflejo de la impericia o de la desidia de los gobiernos frente al drama colateral de los refugiados y los desplazados: la reagrupación familiar. Su padre, con permiso de residencia en España, trabajaba en una lavandería, pero no cobraba lo suficiente para mantener a su hijo, según las autoridades. Entonces, desesperado, contrató por 5.000 euros a una banda de Marruecos que iba a facilitarle la entrada en el país. Nunca pensó que Adou iba a ser introducido en una maleta para sortear la vigilancia fronteriza.
Finalmente, Adou recibió el permiso de residencia en España. La familia pagó un precio tan alto como la valla fronteriza con expectativas tan bajas como la posibilidad de alcanzar la legalidad a pesar de cumplir con los requisitos. Unos dirán que sus impuestos no son para mantener a extranjeros en apuros. Los otros dirán que esa gente, condenada a la muerte, la hambruna y la deportación en cada intento de cruzar el Mediterráneo en frágiles pateras, merece una oportunidad, sobre todo después del expolio colonial al que se vieron sometidos sus países. Ambas posiciones son irreconciliables.
Tanto los inmigrantes como los hijos nacidos en los países de acogida tienen más posibilidades de ser pobres, estar desempleados, habitar viviendas precarias y sentirse discriminados por el Estado que los trabajadores nacionales, concluye el primer gran estudio sobre la integración en los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y de la Unión Europea. En varios países europeos, continúa el informe, las maltrechas políticas de integración han nutrido movimientos y partidos políticos xenófobos que se jactan sin pudor de sus victorias electorales. 
En Alemania, impasible con la tragedia griega, las lágrimas de Reem Sahwil, de 14 años de edad, frente a la canciller Angela Merkel, tras escucharla decir que no todos los solicitantes de asilo podían quedarse, abonaron una certeza: la falta de compasión ante los débiles, aunque se hayan educado en el país y dominen su lengua o, como en los Estados Unidos, aunque sean nativos con un defecto de fábrica, ser hijos de indocumentados. Reem, hija de palestinos, creció en Alemania. Nació en un campo de refugiados de Baalbek, Líbano. Como ella, generaciones enteras heredan la cruz de la flojedad de papeles en un mundo sin fronteras para el dinero, la droga y la corrupción.
 
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