Beneficio de inventario
¿Qué hacen los jefes de Estado con los presentes que intercambian entre sí cada vez que se ven? No todos se incorporan a los patrimonios nacionales
A veces, una mueca vale más que mil palabras. La del Papa al recibir el crucifijo con la hoz y el martillo que le obsequió Evo Morales creó revuelo en medio mundo por su aparente intencionalidad política. La obra del padre jesuita Luis Espinal, asesinado por la dictadura boliviana en 1980, forma parte ahora del patrimonio del Vaticano y, de seguir la suerte de otros presentes, será rifada. Es la fórmula que aplica Francisco con la mayoría de los regalos que recibe: desde un coche Fiat y bicicletas hasta una cafetera han sido sorteados. Evita de ese modo que junten polvo. Cada boleto vale 10 euros. La recaudación va a parar a la caridad.
Como están las cosas, los jefes de Estado deberían ahorrarse los obsequios que se hacen entre sí. Ninguno es capaz de apreciarlos ni, menos aún, de disfrutarlos. Se trata de un trámite protocolar que rige desde siempre como un símbolo de amistad entre países y personas: uno se lo entrega al otro y, sin quitarle el moño, va a manos de un colaborador que se pregunta, según su valor, si podrá empeñarlo, venderlo u olvidarlo. En otros casos, los controles son tan estrictos que, al final del mandato, el presidente no sabe qué hacer en el futuro inmediato con tanto presente acopiado en el pasado reciente.
Le pasó al ex presidente brasileño Luiz Inacio Lula da Silva. En sus ocho años de gobierno acumuló 760.440 regalos. A diferencia de los Estados Unidos, donde los presentes engrosan el Archivo Nacional, una ley del 30 de diciembre de 1991, promulgada por el malogrado Fernando Collor de Mello, estipula en Brasil que el presidente debe llevárselos a su casa o dejarlos en herencia a sus descendientes. De decidir venderlos, el Estado tendrá preferencia para comprarlos.
En el Palacio de Planalto, en vísperas de la asunción de Dilma Rousseff, un ejército de empleados debió embalar las cuantiosas pertenencias de Lula: 80.000 cuadros y 642.977 documentos, cartas y fotos, así como una espada de oro rojo con incrustaciones de rubíes, esmeraldas y diamantes, regalo del rey de Abdullah de Arabia Saudita, y un vaso de cristal precioso para conservar compota, regalo del rey Juan Carlos de España. Lejos de la retribución del ex presidente brasileño estaba la posibilidad de disponer de espacio suficiente para guardar el contenido de los once camiones de mudanza que necesitó para cargar sus regalos.
Que yo sepa, Barack Obama no leyó el libro Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, recuerdo de su primer encuentro con Hugo Chávez. Como ocurrió con Lula, en la asunción del presidente de los Estados Unidos también se había pasado de la raya el rey Abdullah de Arabia Saudita: le envió un juego de rubíes y diamantes, con pendientes, un anillo, un collar y una pulsera, cotizado en 132.000 dólares. Con mucho menos, la presidenta argentina, Cristina Kirchner, quedó bien con su mujer, Michelle: gastó 975 dólares en dos bolsos de cuero, uno de tela y un chal café de gamuza.
Suele dar más quien menos tiene, como ocurre con las propinas. Obama recibió de Haití, el país más pobre de América latina, el regalo más caro entre los enviados por los líderes regionales en 2009. Era un par de retratos enmarcados de él y de la primera dama que, según la lista oficial del Departamento de Estado, costaba 4.025 dólares. En México, con leyes menos drásticas, Felipe Calderón recibió en su primer año de gobierno, en 2007, casi mil obsequios: desde vino, tequila, whisky, coñac y cerveza hasta luces para la bicicleta y retratos autografiados del entonces gobernador de California, Arnold Schwarzenegger.
Es usual que los presidentes se hagan regalos entre sí. Es usual, también, que alguno sea más difícil de llevar a casa que otros. George Bush recibió en 1990 un lagarto made in Indonesia. Lo donó al Zoológico de Cincinnati, donde engendró 32 lagartitos. El lagarto murió en 2007. Un año antes, el presidente boliviano Morales le había obsequiado un charango a su par de Chile, Michelle Bachelet. Era una forma de demostrarle afecto y de hacerle saber que el venerado instrumento es de origen boliviano, no chileno. En Bolivia, el Congreso declaró patrimonio cultural al charango y, a su vez, instituyó al 15 de enero como su día nacional.
No todos los obsequios son como el caballo que le envió el líder pretérito libio Muamar el Gadafi al presidente español José María Aznar o como los gemelos y las corbatas con los cuales solía quedarse su sucesor, José Luis Rodríguez Zapatero. Ni como la pluma que en un descuido se guardó en el bolsillo el presidente de la República Checa, Vaclav Klaus, después de firmar documentos en Santiago de Chile con su anfitrión, Sebastián Piñera. Tan malacostumbrado estaba, al igual que sus pares, que habrá creído que también era un regalo. Terminó siéndolo, cual beneficio de inventario.
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