Colombia: adiós a las armas
La intimidad de las FARC muestra cómo la violencia, adoptada por elección o por la fuerza, atraviesa a un país que ya lleva cincuenta y dos años en guerra
La carta temblaba en las manos de María (1). Eran retazos manuscritos de su padre, Julián. Estaban despojados de contenido y de emociones, pegados, cual collage, sobre un papel que, a trasluz, frente y dorso, no aportaba más datos que la marca de agua. “Me están dando comida y…”. Y nada más. Nada había en esa primera señal de vida después de dos semanas de absurda incógnita que diera una sola pista sobre la suerte de ese colombiano de 63 años de edad que había sido secuestrado el 19 de septiembre de 1997, a la 1.30 de la tarde, poco antes de arribar a su finca, en el municipio de Hualvas, a dos horas en coche desde Bogotá. Lo tenían las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
En 2016, esas escenas de terror deberían entrar en el arcón de los recuerdos. De los malos recuerdos que dejaron 52 años de guerra. "Nos acostumbramos tanto a la guerra que se nos ha olvidado cómo se siente la paz", dijo el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, al arribar al acuerdo de paz con las FARC tras cuatro años de negociaciones. La guerra dejó ocho millones de víctimas, de las cuales 975.000 murieron, 163.000 desaparecieron, 6,8 millones debieron trasladarse a otras latitudes por razones de seguridad y miles pagaron peaje para salvar el pellejo, como Julián.
En una semana, la primera de octubre, Santos recibió una bofetada y una caricia. La bofetada fue el no en el plebiscito sobre el acuerdo, bendecido por el secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), Ban Ki-moon, y por presidentes variopintos, como Barack Obama y Nicolás Maduro. La caricia resultó ser el premio Nobel de la Paz. El plebiscito, acaso un exceso de confianza de Santos, era una vía política, no jurídica, de modo que los colombianos tuvieran “la última palabra” y, de paso, una apuesta para descafeinar las virulentas críticas del ex presidente Álvaro Uribe, ahora senador, en cuyo gobierno había sido ministro de Defensa. Le infligió una derrota inesperada en una instancia innecesaria.
Diecinueve años antes de aquello que hubiera sido visto entonces como una utopía, el acuerdo de paz con las FARC, María recibió la carta, bendita y maldita a la vez, por la cual se enteraba de que su padre seguía en este mundo y de que había decidido que ella fuera el contacto con los secuestradores. “Desde algún lugar del monte…”, decía el encabezado con tono guerrillero, recomendándole la compra en el mercado negro de una radio de onda corta con la cual pudieran comunicarse. El monte podía quedar al norte o al sur de Bogotá, según las autoridades. El monte, según María, la mayor de seis hermanos, era un sitio tan impreciso como el cielo.
Aquel 19 de septiembre, con el botín a bordo, Julián, terrateniente y criador de pollos expuesto a los afanes desmesurados de la guerrilla en un país también signado por el narcotráfico y los paramilitares, se perdió en menos de 20 minutos en una ruta que en un punto, La Cabaña, abre brazos angostos hacia el verde espeso, incierto, que brota como un sarpullido en sus contornos. De repente, una camioneta había salido de la nada levantando polvo en la banquina.
Julián permaneció tres días en un cafetal, atado de pies y manos, vendado. Le daban salchichas, comida enlatada y refrescos, pero, sometido al peor ayuno, el silencio, no hallaba respuesta al mayor de todos sus miedos. ¿qué iban a hacer con él?
Lo cargaron en un jeep y percibió que, después de mucho zigzag por caminos ondulados, casi vírgenes, pisaba tierra caliente. Tan caliente que, por el fenómeno de El Niño, la temperatura del cambuche (celda) superaba los 40 grados centígrados. Allí una familia se hizo cargo de él. Eran siete en total, pero jamás les vio los rostros a los niños. Le quitaron la ropa. Le dieron dos pijamas, tres juegos de ropa interior y un par de pantuflas. El baño estaba fuera. Sólo de noche podía tomar una ducha. El cambuche no tenía ventanas, sino pequeños orificios desde los cuales percibía el verde como único horizonte. Era de tres metros por cuatro.
Los secuestradores, agresivos en el trato, prometían una mano o una oreja de Julián si sus parientes no cumplían con sus demandas. María y sus hermanos llegaron a entrevistarse con un cabecilla de las FARC. Les dijo que no eran ellos, pero les prometió ayuda y, como contribución a la causa, les pidió una cantidad fija de alimentos no perecederos que, superado el trance, ella continuó enviándole en forma periódica. Los contactos dependían de un mediador contratado por la familia, Tunjo (2). Él les aconsejó que no fueran con las manos vacías: “Ellos tienen millones de dólares, pero no pueden comprar nada en los sitios en los que viven”, les dijo, según me comentó. Lo comprobé in situ.
Siete meses después, a las 3.30 de la mañana del 9 de abril de 1998, con la ropa que llevaba el día del secuestro y unos pesos en el bolsillo, Julián se sintió libre por primera vez en mucho tiempo. Lo dejaron en un paraje llamado El Tolima, a más de cuatro horas en coche desde Bogotá. La liberación, pagada en dos cuotas, rozó el millón de dólares. Toda la familia, menos él, se mueve con guardaespaldas. Conviven para siempre con el miedo.
Mentiras verdaderas
Esta es la otra cara de las FARC. La que negaron con tanto énfasis como la sociedad colombiana con el narcotráfico. Desde los años sesenta instauraron un Estado dentro del Estado. Al filo de 2000, cuando Julián fue secuestrado, Pedro Antonio Marín, alias Manuel Marulanda Vélez o Tirofijo, y Raúl Reyes, nombre de guerra de Luis Edgar Devia Silva, socio (concubino) de Lucía Marín, hija de Tirofijo, administraban la maracachafa (cocaína), las armas, la vacuna (impuesto a hacendados y comerciantes) y la pesca milagrosa (secuestros al azar). Del mando militar se encargaba Víctor Julio Suárez Rojas, alias Jorge Briceño Suárez o Mono Jojoy, mientras Guillermo León Sáenz Vargas, alias Alfonso Cano, remozaba la ideología.
"Más de medio siglo de guerra nos ha dejado anestesiados, acostumbrados a que cada día murieran compatriotas, soldados, campesinos, guerrilleros por causa de esta confrontación absurda –dijo el presidente Santos–. La guerra se volvió parte del paisaje y se nos han olvidado los tremendos dramas humanos que acarrea ese dolor, ese atraso que genera este conflicto". Teléfono para Rodrigo Londoño Echeverri, alias Timoleón Jiménez o Timochenko, jefe de las FARC: "Ordeno a todos nuestros mandos, a todas nuestras unidades, a todos y cada uno de nuestros combatientes, a cesar el fuego y las hostilidades de manera definitiva contra el Estado colombiano”, respondió desde La Habana.
Era el comienzo del fin de la guerra, sellado en los últimos días de agosto de 2016. Cuatro años y monedas antes, al rendir cuentas de su primer año y medio de gobierno, Santos había instado a las FARC a dejar de cometer fechorías: "La llave del diálogo está en mi bolsillo y no permitiremos que nadie juegue con ella”, martilló. En esos días de febrero de 2012, el ejército sufrió bajas en asaltos con fusiles y granadas. Murieron civiles en ataques contra comisarías. No pudo ser peor la respuesta de la guerrilla más antigua del continente, deudora desde diciembre de 2011 de la liberación de seis militares que llevaban más de 12 años en cautiverio.
Había transcurrido una década desde el final de la cesión del gobierno de Andrés Pastrana de un área desmilitarizada de 42.000 kilómetros cuadrados, el tamaño de Suiza, para entablar el diálogo de paz. Fueron 37 meses, entre enero de 1999 y febrero de 2002. Ese año, tras el fiasco, Uribe estrenó la presidencia bajo el asedio de atentados contra su vida. Los Estados Unidos y la Unión Europea incluyeron a las FARC en sus listas de organizaciones terroristas. El Congreso norteamericano aprobó una controvertida ley por la cual la ayuda a Colombia iba a comprender, en una "campaña unificada", la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo.
Las FARC eran percibidas en la opinión pública europea, sobre todo en la francesa, con visos tan románticos como Marcos y sus zapatistas en México. Al menos, hasta que una de las suyas, la ex candidata presidencial Ingrid Betancourt, de doble nacionalidad colombiana y francesa, corrió la suerte de miles de colombianos. Fue secuestrada.
A mediados de 2008, en vísperas del rescate de Betancourt y de otros rehenes, entre los cuales se encontraban tres contratistas norteamericanos, fuerzas especiales de los Estados Unidos interfirieron las comunicaciones de las FARC. Había surtido efecto aquella ley, resistida en el Capitolio por temor a crear un nuevo Vietnam. Ese era el latiguillo favorito del sucesor de Tirofijo, Raúl Reyes, su yerno: "Esperamos que esto no sea otro Vietnam”, me advirtió en la zona desmilitarizada.
Reyes iba a ser abatido en Ecuador en marzo de 2008. Sobre la mesa, durante nuestra tensa charla, había puesto el fusil y la agenda. Tenía barba entrecana y estatura mínima. Miraba a su alrededor, precavido, detrás de unas gafas demasiado grandes para su rostro rollizo. Llevaba una gorra verde coronada con una estrella y un arsenal en la pechera y la cintura. Guerrilleros de ambos sexos, también pertrechados, seguían la trayectoria de un bolígrafo que apuntaba: “A nosotros insisten en mostrarnos como el Satanás de este paseo”.
A 500 kilómetros al sur de Bogotá, en San Vicente del Caguán, las FARC custodiaban las cantinas, pobladas de prostitutas y camioneros. Corrían a mares la cerveza y el aguardiente. No había vendedores de drogas. Por principios, mentía Reyes, los farianos, como se llaman a sí mismos, detestaban a los narcotraficantes, pero no pensaban deshacerse de ellos. En las paredes había letreros del Movimiento Bolivariano por la Nueva Colombia y otros con la inscripción "No más" y la mirada severa del Che. Me recordaban el “¡Basta ya!” de los zapatistas mexicanos. Pura ilusión óptica.
Excepto Tirofijo, la mayoría murió en circunstancias violentas. "Nuestro concepto de democracia es distinto del que manejan los que están gobernando Colombia”, continuó Reyes. Más contundente había sido Alfonso Cano, el ideólogo de la FARC, en una reunión que mantuvimos entre gallos y medianoche en Bogotá: “Somos subversivos y, definitivamente, estamos fuera del sistema democrático –me dijo con tono de político en campaña–. Subvertir el orden constitucional es nuestra razón de ser, así como nuestra meta es tomar el poder político”.
El futuro secuestrado
Durante esos días en la zona desmilitarizada, sin más compañía que mi sombra y mi contacto con las FARC, de nombre Leonardo, sólo Martha González logró conmoverme. Tenía 26 años de edad. Había pasado más de la mitad de su vida en las FARC. “Ingresé a los 12, después de que los militares asesinaron a mi padre”, me contó sin soltar en ningún momento el fusil. Estábamos en medio de la calurosa y pegajosa maraña de árboles, matas, insectos y culebras del Caguán, en Caquetá, donde nació, creció y, muerto su padre, tomaba las armas o cultivaba coca. Tomó las armas, como otros adolescentes en situaciones similares.
Las FARC fingían entablar el diálogo de paz en el área desmilitarizada cedida por el gobierno de Pastrana, ahora tan reacio como Uribe a convalidar el acuerdo de paz alcanzado por Santos. En un tinglado grande en el claro de una selva espesa, a la vera de un caserío humilde, Inspección Los Pozos, Tirofijo, Raúl Reyes, Mono Jojoy, Cano y los suyos habían instalado escritorios y computadoras. En San Vicente del Caguán, el pueblo más cercano, habían impuesto las leyes de Villa Nueva Colombia, empezando por la justicia revolucionaria (resolución de conflictos al mejor postor). Quedaba a 28 kilómetros de distancia, pero parecían mil por las mañosas curvas de senderos hechos con machete.
En esos confines, la ecuación era simple y, a la vez, compleja: si un adolescente debía trabajar, no tenía más alternativa que enrolarse en las FARC o dedicarse a la agricultura. La guerrilla, sin ser rentable, le daba más seguridad y prestigio que el campo. Con ese cuadro, el obispo de San Vicente del Caguán, Francisco Javier, vislumbraba un futuro funesto, agravado por la inminente firma del Plan Colombia (3). “La guerrilla nos lleva ventaja en el trabajo organizacional, aunque sea impuesto –me dijo en voz baja–. La gente tiene que ser complaciente para poder subsistir”.
En otro contexto, me sonó extraño el discurso del presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton, durante la firma del Plan Colombia: “Este país no es Vietnam ni estamos frente al imperialismo yanqui –afirmó en compañía de su anfitrión, Pastrana–. Entiendo la reticencia, porque asusta la posibilidad de que se vean afectados, pero deben tomarse de las manos. Tenemos fondos suficientes para ayudarlos”. Fue bajo el solazo de Cartagena de Indias, el 31 de agosto de 2000. Parecía responderle a Reyes.
De las triquiñuelas de Reyes era un experto Tunjo, ducho en eso de aventurarse en los montes, por senderos caprichosos en los cuales abundaban retenes militares, paramilitares, de las FARC y del Ejército de Liberación Nacional (ELN), la otra guerrilla, con whisky, comida, chocolate, cigarrillos y regalos (maquillaje para las guerrilleras, por ejemplo) ocultos entre libros, cuadernos y lápices. Aducía que eran para el colegio más cercano. Recalé de ese modo en San Vicente del Caguán, con las alforjas casi vacías de tanto regalo que hice en el camino.
El día comenzaba temprano a la vera de las montañas. Los farianos se levantaban a las 4.20 de la mañana y apuraban un tinto (café). A las seis servían el desayuno (chocolate y arepa de maíz, habitualmente). A las 12, el almuerzo (frijoles, arroz, arvejas y jugo de mora). A las cinco de la tarde, la cena. En el medio, clases de adoctrinamiento y ejercicios. Y a las ocho, a más tardar, a dormir. No había domingos ni feriados. Sólo un día libre por semana en el que jugaban voleibol, se bañaban, escuchaban música y bailaban.
En el búnker, frente a dos tintos y un cenicero que iba llenándose de colillas, Sixto Antonio Cabaña Guillén, alias Domingo Biojó, miembro de la cúpula de las FARC, me dijo con tono severo: “Es a los privilegiados a los que les toca negociar gran parte de sus privilegios, de manera que se pueda construir una sociedad que tenga al colombiano por encima de todo. ¿Hasta dónde están dispuestas la oligarquía y la burguesía a ceder, a acabar con la violencia y el terror contra el pueblo, a permitir que la gente tenga acceso a los medios de comunicación?”.
En el refugio de las FARC, durante mis dos semanas de incómoda convivencia, Tirofijo aparecía y desaparecía como un fantasma. Nunca hablaba. Tampoco hablaba su segundo, Mono Jojoy, de mirada ladina y gesto ceñudo. Los camaradas (miembros del secretariado) eran algo así como dioses. En ese mundo había buenos, las FARC, y malos, los demás, yo incluido. Sin términos medios. La religión, concebida por el marxismo como el opio de los pueblos, no existía para ellos. Las parejas podían estar juntas, no unidas, en asociaciones (concubinatos) que duraban tanto como quisieran. Con una salvedad: si una mujer quedaba embarazada o cometía un desliz, descendía al infierno.
Del infierno salí en un avión de línea que, de casualidad, había aterrizado en San Vicente del Caguán. Iba a Bogotá. Me llevó al aeropuerto el chofer de Tirofijo, tal vez para cerciorarse de mi partida. Le pedí ir a la iglesia antes de partir. “Argentino gallina”, se burló de mí. Le festejé la broma con una estentórea carcajada. Nunca supo que no iba a rezar, como supuso, sino a regalarles al obispo y a los sacerdotes las pocas provisiones que me habían sobrado. Era mi consuelo después de haber recogido las noticias de un secuestro. No sólo el de Julián. El de toda Colombia.
(1) Nombre figurado de una abogada de 42 años de edad.
(2) Nombre figurado.
(3) Ayuda de los Estados Unidos a la lucha contra el narcotráfico.
Publicado en Le Monde Diplomatique, Edición Cono Sur, noviembre de 2016
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