Daños colaterales
Los conflictos armados, las persecuciones y la violencia generalizada no sólo arrojan pavorosas cifras de muertos y heridos, sino, también, una preocupante legión de desplazados y refugiados
En 2013, seis millones de personas debieron alejarse de sus hogares como consecuencia de los conflictos, las persecuciones y la violencia generalizada, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). A comienzos de 2014, 50 millones se encontraban en esa ingrata situación. El aumento se debió a la intensificación de la guerra civil en Siria y los conflictos en Sudán del Sur y la República Centroafricana. Se suman ahora otros miles de víctimas en la Franja de Gaza, Ucrania, Irak y Libia. El número de desplazados y refugiados iguala o supera al de la Segunda Guerra Mundial, basado en estimaciones. La diáspora crece.
Los desplazados, 33,3 millones, permanecen en sus países; los refugiados, 16,7 millones, huyen al exterior y, por miedo, arraigo u otras razones, no regresan. En ambos casos dejan detrás sus casas, sus trabajos, sus estudios y sus afectos, así como una parte de sí mismos que nunca recuperarán. Un incremento de esta magnitud no se observaba desde las guerras de los Balcanes y el genocidio de Ruanda, en 1994. En 2013, la mayoría eran sirios que se dirigían al Líbano, Jordania y Turquía, así como afganos que escapaban de los talibanes rumbo a Pakistán e Irán. En América seguían haciendo estragos las pandillas, las guerrillas y los narcotraficantes.
En las zonas calientes, todo conduce al éxodo. Más de 57.000 niños latinoamericanos han sido detenidos en los Estados Unidos. Fueron solos, lanzados por sus padres a una aventura de desenlace incierto. Es la otra cara del drama: los refugiados son mejor acogidos en los países subdesarrollados que en los desarrollados en un mundo en el cual abundan las guerras asimétricas. No luchan Estados contra Estados. Luchan Estados contra grupos armados, como el Estado Islámico en Irak y Siria, Boko Haram en Nigeria, los talibanes en Afganistán y Pakistán, Hamas en la Franja de Gaza, las milicias islamistas en Libia y los rebeldes prorrusos en Ucrania, entre otros.
Nada parece emparentarlos hasta que uno ata cabos. Por ejemplo, el derribo del avión de Malaysia Airlines en Ucrania tensó la cuerda entre los Estados Unidos y Rusia, proveedor del sistema antiaéreo que, en principio, usaron los rebeldes prorrusos. Por ello, Barack Obama ratificó su decisión de no suministrarles un arma de esa envergadura a los rebeldes sirios que pelean contra la dictadura de Bashar al Assad. ¿Obama y su par ruso, Vladimir Putin, están en las antípodas? Más allá de sus diferencias por Ucrania, trabajan codo a codo para reducir el programa nuclear de Irán. E Irán, a su vez, es ahora clave para frenar en Irak la insurgencia sunita, encarnada en el Estado Islámico, huérfano de Al-Qaeda.
En este enjambre de buenos no tan buenos y de malos no tan malos, los Estados Unidos entienden que Israel debe defenderse de los cohetes que lanza Hamas, aupado por Irán y, desde Egipto, por los Hermanos Musulmanes. Al ser depuesto en un golpe militar el presidente Mohamed Morsi, exponente de los Hermanos Musulmanes, Obama se vio forzado a bloquearle la asistencia financiera al nuevo gobierno egipcio. Lo curioso es que procura hallar con el actual presidente, Abdul Fatah al Sisi, un cese de hostilidades en la Franja de Gaza. En un escenario convulsionado por muertos, heridos, desplazados y refugiados, nada es tan blanco ni tan negro como parece. Encandilan los grises.