Todavía parece mentira, pero dentro de poco se cumplirán 34 años desde que los grupos de tareas de la dictadura militar desaparecieron y asesinaron a Alice Domon y Leonie Duquet. Tal vez en ese operativo de las monjas francesas esté sintetizado todo el horror que el terrorismo de estado instaló en nuestra bendita Argentina.
 
Aquel lejano no tan lejano 8 de diciembre de 1977 en la parroquia de la Santa Cruz, en el barrio de San Cristóbal, hubo muchos chicos que rezaron el padre nuestro y tomaron la primera comunión. La iglesia se llenó de risas y travesuras. Pero cuando el sol se puso otra luz de esperanza convocó a un grupo de argentinos sufrientes y luchadores que buscaban a sus hijos y familiares desparecidos.

Entre ellos estaban las dos monjas luminosas.

Leonie y Alice pertenecían a la congregación de hermanas de las misiones extranjeras dependiente de la diócesis de Toulouse, Francia. La primera vez que trabajaron juntas fue en 1967, en Morón. Enseñaban catecismo a los chicos con síndrome de down. Le pido que escuche bien este detalle que hace todo más incomprensible y trágico. Entre esos niños con dificultades neuromadurativas estaba el hijo de un oficial del Ejército, flaco y de piedra, llamado Jorge Rafael Videla. Una impresionante señal del destino.
 
Leonie dedicó toda su vida a ayudar a los pobres.Para probar su compromiso cristiano se fue a trabajar codo a codo junto a los indios en Malleo, al pié de la cordillera de los Andes. Alice comenzó su camino junto a los niños gitanos de Pau. Después se fue a vivir a Villa Lugano y se empleó como mucama. Comió sobras de basura junto a los más pobres de los pobres. Y hasta se sumó al esfuerzo de las Ligas Agrarias de Corrientes, pegadita a las taperas y a los menchos. Allí aprendió a andar a caballo y en poquito tiempo ya hacía las mismas tareas que los peones rurales.
Las dos se incorporaron de inmediato a la lucha por recuperar con vida a los desaparecidos.

El 8 de diciembre de 1977, el entonces teniente de Fragata Alfredo Ignacio Astiz, disfrazado de cordero, fingiendo que tenía un hermano desaparecido e infiltrado con el nombre de Gustavo Niño, tomó el camino de Judas y marcó con un beso a Alice para que la secuestraran junto a 7 personas mas. Entre ellas estaban María Ponce de Bianco, la madre de Anita, mi amiga, Esther Careaga y Azucena Villaflor, la madre que supo parir a todas las Madres de Plaza de Mayo. En el colmo del cinismo, los militares dijeron que se las llevaban por un tema de drogas. Dos días mas tarde, los muy cobardes que se creían muy valientes, también se llevaron a Leonie.

Las dos monjas fueron torturadas y picaneadas desnudas en las catacumbas de la Escuela Mecánica de la Armada. Las dos fueron fotografiadas bajo un cartel de Montoneros con el burdo propósito de hacerle creer al mundo que esta organización las había matado. Aquel 8 de diciembre, que según el dogma de la iglesia dice que María, por un privilegio único fue preservada de la mancha original desde el primer instante de su concepción, los asesinos de uniforme mancharon de sangre los hábitos de una monja y la empujaron al precipicio de la muerte.

Las monjas, incluso después de muertas, les seguían dando pánico a los “gloriosos” héroes de la armada. Entonces, en una operación muy arriesgada que certifica su coraje ilimitado, llevaron sus cuerpos sin vida hasta el apostadero naval de San Fernando, las cargaron en una embarcación de la Prefectura, navegaron un rato y en un canal del Delta, las ataron con las cadenas del ancla y las tiraron al agua. Así de brutal. Así de impunes eran aquellos tiempos.

Algunas personas que se acuerdan recién ahora y levantan el dedito tienen patrimonios tan formidables como inexplicables. Por eso vale la pena recordar que tanto Alice como Leonie renunciaron a todo elemento material. Nunca cobraron un peso por nada. Se dedicaron de lleno a amar al prójimo como a si mismas, a servir a los mas necesitados. Entregaron todo y no pidieron nada. Jamás pertenecieron a un partido político ni ejercieron la violencia. Nunca en su vida empuñaron un arma, salvo el arma mas poderosa de todas: la solidaridad.

Las vidas de Alice y Leonie son un espejo para que se miren muchos jóvenes que a veces tienen los valores cambiados y creen más en un teléfono celular o en la frivolidad del individualismo. En esas monjas hay un ejemplo ético. Los franceses no olvidaron y Alfredo Astiz, el ángel de la muerte, el que después se rindió cobardemente en Malvinas, fue juzgado en ausencia en Paris y condenado a cadena perpetua. En Suecia, hicieron lo mismo. Las madres, por el contrario, se convirtieron en una bandera ética para el mundo civilizado porque jamás intentaron ejercer la justicia por mano propia. Solo pedían juicio, castigo y condena a los culpables. No querían impunidad. Y finalmente, después de mucho batallar, ayer lo lograron.

El Tribunal Oral Federal 5 condenó a Astiz y a otros 11 genocidas a penas de prisión perpetua. Eran el símbolo de ese campo de concentración llamado ESMA que se convirtió en un centro de exterminio. Pasaron por allí mas de 5 mil detenidos desaparecidos y solo sobrevivieron 100. Asi funcionó la maquinaria criminal del terrorismo de estado. Astiz, cruzado por una mueca sobradora, y varios lunares en la cara, casi como estigmas, tuvo tiempo para una provocación final: se colocó una escarapela argentina en su solapa. Nada podrá limpiar su conciencia sucia. Nada podrá dañar la emoción de haber derrotado a la impunidad. El ángel de la muerte irá a la cárcel para toda la vida. Y está todo dicho.