El bumerán de la negación
Jair Bolsonaro, abanderado de la negación del coronavirus, insiste en su postura a pesar de haberle dado positivo el test
La negación tiene un precio. El de exponerse a padecer aquello que uno no quiere o no puede admitir. En Brasil, el coronavirus mató a más de 65.000 personas. Su presidente, Jair Bolsonaro, desdeñó desde el comienzo el impacto devastador de la pandemia. Una gripezinha. Un resfriadinho. Algo peor que, en plan de no sembrar pánico y de promover el contagio controlado para lograr la llamada inmunidad del rebaño, llevó a “lidiar con un escenario” comparado con la muerte de Stalin al primer ministro británico, Boris Johnson, según sus propias palabras, o al confinamiento forzoso del presidente de Honduras, Juan Orlando Hernández, otro autócrata.
El bumerán de la negación golpeó la quijada de Bolsonaro. Le dio positivo el test. Nada que temer, dejó entrever, gracias a la hidroxicloroquina. Un antipalúdico descartado después de varios ensayos por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Donald Trump dejó de tomarlo. La receta de Bolsonaro, sin pruebas científicas, supuso la renuncia de dos ministros de Salud en menos de un mes, los médicos Henrique Mandetta y Nelson Teich, partidarios de aplicar las medidas preventivas de la OMS. Los sustituyó un militar, el general Eduardo Pazuello. Sin experiencia sanitaria, pero leal a sus órdenes.
Entre ellas, las no acatadas por la mayoría de los gobernadores y de los alcaldes: desalentar la distancia social y el uso de barbijos, así como darle prioridad a la actividad económica, sobre todo la informal, en el segundo país con más muertes después de Estados Unidos. Bolsonaro procura sacar partido de la peste como, durante la campaña de 2018, de la puñalada que casi termina con su vida. Entre marzo y junio no dejó de participar, apiñado entre multitudes, de las concentraciones contra el Congreso y el Supremo Tribunal Federal. La presunta inmunidad de los líderes se debilita cuando resultan víctimas de sí mismos.
Trump se rehusó a usar barbijo para “no darle a la prensa el placer de verlo” y se burló de su rival demócrata en las presidenciales de noviembre, Joe Biden, por llevar uno de color negro cuando salió de su confinamiento, pero ahora, convencido por los legisladores republicanos, debió ceder con la excusa de verse como El Llanero Solitario. Caprichos y disparates de esa envergadura dominan las altas esferas, como la fórmula del presidente de Bielorrusia, Aleksandr Lukashenko, el último dictador de Europa: jugar hockey sobre hielo, beber vodka para envenenar al coronavirus y darse baños sauna para matarlo con altas temperaturas.
El presidente de Tanzania, John Magufuli, alias El Bolsonaro de África por su negación de la peste, convocó a orar durante tres días para pedir “la intercesión del Altísimo contra un demonio que no puede sobrevivir en el cuerpo de Jesucristo”. Magufuli y su par de Congo-Brazzaville, Denis Sassou-Nguesso, prometieron importar de Madagascar la bebida natural Covid-Organics. Santo remedio. El gobernador de Nairobi, Mike Sonko, famoso por sus extravagancias, incluía cuatro botellitas de coñac entre los artículos de primera necesidad que hizo repartir en la capital de Kenia. Tanto el fabricante de la bebida como el gobierno nacional se vieron obligados a aclararle que el alcohol debía ser etílico o en gel.
La actitud de Bolsonaro y de Trump, así como la del presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, y la de su par de Nicaragua, Daniel Ortega, no hizo más que confundir a sus pueblos. La negligencia no es novedosa. Thabo Mbeki, presidente de Sudáfrica entre 1999 y 2008, contrariaba el tratamiento antirretroviral contra el VIH. Recomendaba una alimentación sana. Nada más. Su sucesor, Jacob Zuma, confiaba en “una buena ducha” para prevenirlo. En 2010, Sudáfrica pasó a ser el epicentro mundial del sida. Investigadores de Harvard concluyeron que esos consejos causaron 330.000 muertes y el nacimiento de 35.000 niños con la enfermedad. Fue el precio de la negación.