El divorcio catalán
España no es la excepción: el nacionalismo, causante de las dos guerras mundiales del siglo XX, brota en 276 regiones de los 28 Estados que componen la Unión Europea
De ser por la ley, Cataluña debió cerrar su herida tras la aplicación por primera vez en la historia del artículo 155 de la Constitución de España. No sólo no la cerró. La abrió aún más. El resultado de las elecciones extraordinarias del 21 de diciembre refleja la fisura entre los que anhelan la secesión y los que la rechazan. La solución no es jurídica, como supuso el gobierno de Mariano Rajoy, sino política. El factor ausente durante el procés (proceso independentista), más allá de la avalancha de votos que recibió Inés Arrimadas, la candidata por Ciudadanos, aunque no pueda formar gobierno. Un signo del declive de los partidos tradicionales, el Popular (PP) y el de los Socialistas de Cataluña (PSC). Un signo, también, de la vitalidad de los independentistas.
Durante la transición, la Diputación permanente del Parlament ha resuelto presentar un recurso de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional contra la aplicación del artículo 155, que derivó en la destitución de Carles Puigdemont y de los suyos. La votación en el máximo órgano gubernamental de Cataluña entre las dos legislaturas ha sido simbólica, pero marca el compás de la política catalana: 11 votos a favor (nueve de independentistas y dos de Catalunya Sí que es Pot), siete en contra (de Ciudadanos, PP y PSC) y una abstención. La de Candidatura de Unidad Popular (CUP), secesionista de extrema izquierda. La polarización quedó plasmada en los números.
Cataluña no un caso único ni aislado, pero no deja de ser el más ruidoso. En los 28 Estados de la Unión Europea (27 desde el 29 de marzo de 2019, fecha prevista para la salida formal de Reino Unido) conviven 276 regiones con identidades definidas y características propias, según la Nomenclatura de las Unidades Territoriales Estadísticas (NUTS). Las más activas en su afán de abrazar la soberanía, Cataluña y Escocia, cuentan con representaciones en Bruselas, precisamente donde halló refugio el ex presidente catalán Puigdemont mientras los otros líderes secesionistas eran encarcelados.
Las formaciones nacionalistas, antítesis del espíritu conciliador de la Unión Europea tras las dos guerras mundiales del siglo XX, comparten la estrategia, no el fin. No comparten el fin inmediato, al menos. La mayoría responde a los designios de la ultraderecha, detractora del proyecto europeo, pero también las hay de izquierda, como la CUP. En la isla francesa de Córcega, dominada por nacionalistas, el modelo de emancipación dista de parecerse al de Cataluña. Lo mismo ocurre en las regiones italianas de Lombardía y Véneto, donde la derechista Liga del Norte realizó en 2017 sendos referéndums para ampliar la autonomía sin plantear el divorcio.
El Brexit, contra todo pronóstico, no condicionó las elecciones. Cataluña es un síntoma. Un síntoma que cobra vuelo, provoca revuelo y obliga a sus políticos a resolver el entuerto. La sintonía del reclamo en Europa involucra a exponentes nacionalistas como Vladimir Putin, sospechoso de apoyar los separatismos y la rebeldía de gobiernos como los de Polonia, Hungría, República Checa y Eslovaquia en su aspiración de diferenciarse de sus vecinos. En esos casos, la resistencia a la integración y a los inmigrantes, después de haber bregado por la membresía y de haber recibido apoyo económico del bloque, causan otra fisura. La de la columna vertebral del centro y del este de Europa. El otro pulmón, según Juan Pablo II.
Europa avanza a velocidades diferentes. En Alemania, uno de sus motores, la derechista Alternativa para Alemania (AfD), con un discurso islamófobo contra la inmigración, se convirtió en la tercera mayor fuerza en el Bundestag (Cámara Baja) por detrás de los conservadores y de los socialdemócratas. En Austria, el ultraderechista Partido Liberal (FPÖ) gobierna ahora en coalición con el Partido Popular (ÖVP), de raíz democristiana. Posturas similares alientan el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, y el eurofóbo UKIP, cercado por los tories británicos con una medicina que pudo ser peor que la enfermedad: la salida de la Unión Europea, resuelta en un referéndum.
Un país puede apartarse del bloque, como ha decidido Reino Unido. No puede hacerlo una región del país al que pertenece, salvo que sea aprobado por el gobierno nacional. En 2004 entró en vigor la Doctrina Barroso. Le pusieron ese nombre en homenaje al presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durao Barroso. Según ella, un Estado que se declara independiente y se aparta de la Unión Europea ya no forma parte de ella y no se incorpora en forma automática como nuevo miembro. Deberá pedirlo y, después de un proceso en el cual intervienen todos los miembros, podría ser agregado.
Si Munich se liberara del yugo alemán o Londres del británico, los ingresos de sus habitantes triplicarían o sextuplicarían el promedio de la Unión Europea, respectivamente. “Los independentismos europeos se mueven en una terra incógnita jurídica y, por tanto, cualquier desenlace es posible”, explica el historiador británico Norman Davies en su libro Vanished Kingdoms (Penguin Books). Es verdad, pero, a la larga, ningún matrimonio desavenido sobrevive sólo aduciendo que el divorcio es ilegal. En algún momento, ambas partes deben esgrimir sus diferencias y tomar una decisión. Siempre dolorosa.
Publicado en Télam
Twitter: @JorgeEliasInter | @Elinterin
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