El dolor de ya no ser
Hillary Clinton, Jeb Bush y el magnate Donald Trump aceitaron sus caminos hacia la Casa Blanca en el momento más opaco de la presidencia de Obama
Barack Obama sufrió su peor revés en el Capitolio. No fue a manos de la oposición republicana, especialista en ponerle palos en la rueda, sino de los suyos, los demócratas, renuentes a concederle los poderes para negociar por su cuenta un ambicioso tratado de libre comercio con 11 países de la cuenca del Pacífico (entre ellos, Japón y Corea del Sur, vitales para aislar a China). De esa potestad, llamada Autoridad para la Promoción Comercial (TPA, en inglés), se han valido todos los presidentes de los Estados Unidos desde 1934, excepto Richard Nixon y, desde 2007, George W. Bush. El casi saliente Obama no pudo ser la excepción.
Los demócratas, más simpáticos que los republicanos en el exterior, son los más proclives a atender las demandas de los sindicatos. Y los sindicatos, en defensa del empleo y del salario, no quieren saber nada con un tratado de libre comercio con un bloque que representa el 40 del Producto Bruto Interno mundial. Del mismo modo, los sindicatos franceses no ven con buenos ojos un tratado de libre comercio entre la Unión Europea y los Estados Unidos. La defensa sectorial prima en este tipo de alianzas, ventajosa para las economías, pero dudosamente beneficiosa para los trabajadores en un mundo cada vez más peleado con la estabilidad laboral.
Entonces apareció Hillary Clinton con renovados bríos para ser la candidata presidencial demócrata en 2016 después de haber perdido las primarias de 2008 contra Obama y de haber sido la secretaria de Estado durante su primer período. En su lanzamiento, la ex primera dama se mostró partidaria de limitar el campo de acción del presidente. Y cargó contra las desigualdades y las altas remuneraciones de los banqueros de Wall Street y de los ejecutivos, como si su marido, Bill Clinton, no hubiera contribuido en su momento a ahondar las diferencias planteadas por los indignados norteamericanos contra el uno por ciento de la población.
Casi como otro que apareció en forma simultánea con un discurso en estéreo, Jeb Bush, precandidato republicano. El hijo y hermano de los ex presidentes George H. W. Bush y George W. Bush preparó, apuntó y disparó contra la conciliación con Cuba alentada por Obama y, casado con la mexicana Columba, coqueteó con los 11 millones de inmigrantes que no han podido resolver su situación legal en los Estados Unidos, llamados dreamers (soñadores), como si sus parientes hubieran hecho algo por ellos cuando estuvieron en la Casa Blanca.
Los detesta otro de los 12 precandidatos republicanos, el magnate inmobiliario Donald Trump, categórico al afirmar que los mexicanos “están trayendo drogas, están trayendo delincuencia” y “son violadores”, aunque “algunos, supongo, sean buena gente”. El conductor del programa televisivo El Aprendiz, dueño de una inmensa fortuna que piensa invertir en su campaña, no se privó de declarar “muerto” al sueño americano y de tildar de “estúpidos” a los políticos norteamericanos, relegados por los chinos. "Soy realmente rico –espetó–. Ese es el tipo de mentalidad, el tipo de pensamiento que necesita este país".
Mientras tanto, la Cámara de Representantes, dominada por los republicanos como el Senado, aprobó el fast track, facultad del presidente para negociar sin injerencia del Congreso tratados de libre comercio como el Nafta, con México y Canadá, y los bilaterales con Perú, Chile y Colombia, entre otros, pero rechazó la Asistencia de Ajuste al Comercio (TAA, en inglés), proyecto que destinaba fondos para entrenar en nuevos oficios a quienes perdieran su empleo por el impacto del acuerdo transpacífico. Con ese traspié, Obama comenzó a transitar la etapa más dura de su gestión: la de lame duck (pato rengo), más allá de la trascendencia del acercamiento a Cuba y de la negociación con Irán.
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