El rédito político del odio
Las masacres de Nueva Zelanda y de Brasil acentúan el contagio de un rasgo más patológico que ideológico: el odio, del cual algunos gobiernos sacan rédito
De haber ocurrido en Europa o en Estados Unidos, la masacre provocada por Brenton Tarrant, ciudadano australiano de 28 años, pudo haber conmovido a la opinión pública primero y engrosado las estadísticas después. Ocurrió en Nueva Zelanda, donde los tiroteos masivos son tan raros como los crímenes de odio. Tarrant cargó las armas en su coche, condujo hasta dos mezquitas cercanas de Christchurch, se puso un casco con una cámara y, cual videojuego, disparó contra todo aquel que se cruzara en su camino. Mató a 50. En vivo y en directo por las redes sociales.
Por la masacre, la primera ministra Jacinda Ardern planteó endurecer la ley sobre la venta de armas: la edad mínima para poseerlas es de 16 años y, de tratarse de semiautomáticas, de 18. Tarrant usó cinco armas. Tenía licencia para portarlas. Curiosamente, mientras Nueva Zelanda restringe las armas, otro país, en otro continente, Brasil, uno de los más violentos del planeta, en el cual hubo 10 muertos en un tiroteo masivo en un colegio público, el presidente Jair Bolsonaro quiere facilitar la venta y la posesión como autodefensa. En España, el partido ultraderechista Vox propuso sin suerte una iniciativa similar.
El fondo de la cuestión, más allá de la patología de los criminales, radica en el contagio del modus operandi: elimino a todo aquel con el que discrepo, aunque me vaya la vida. Tarrant, finalmente detenido, difundió un manifiesto en el cual saluda a Donald Trump, “un símbolo renovado de la identidad blanca y del propósito común”. Saluda a Trump por haber dictado políticas contra los musulmanes y los inmigrantes. Trump, anfitrión de Bolsonaro, no tiene la culpa de la masacre de Nueva Zelanda, pero le cabe la responsabilidad de haber propagado el virus de la supremacía blanca.
Contagiado, Tarrant imitó de Anders Breivik, el terrorista noruego de ultraderecha que mató a 77 personas en 2011. Su manifiesto, al estilo del legado por Theodore Kaczynski, alias Unabomber, tras mantener en vilo durante 17 años a Estados Unidos con sus cartas bomba, inspiró a varios criminales. El canto a la supremacía blanca llevó a Dylann Roof a matar a nueve afroamericanos en una iglesia de Charleston, Carolina del Sur, en 2015, así como a Luca Traini a herir a seis inmigrantes africanos en Macerata, Italia, en 2018. “Eliminemos a los invasores” y “recuperemos Europa”, clama Tarrant. Una retórica cercana a los preceptos del ministro de Interior de Italia, Matteo Salvini, y del primer ministro de Hungría, Viktor Orbán.
Tarrant no dejó nada librado al azar. Matizó la transmisión de la matanza por Facebook con una canción dedicada a Radovan Karadzic, el serbio que liquidó a miles de musulmanes bosnios y croatas en Srebrenica y en el conflicto de Bosnia y Herzegovina entre 1992 y 1995 y que ha sido condenado a cadena perpetua por un tribunal de la ONU en La Haya. Iba con un chaleco antibalas con un parche del Batallón Azov, rama paramilitar neonazi de Ucrania. En su rifle había garabateado las insignias de David Lane, el supremacista norteamericano que instaba a los suyos a “asegurar un futuro para los niños blancos”.
Nueva Zelanda no es Brasil, marcado a fuego por 64.000 asesinatos por año. El ingreso en un colegio del área metropolitana de San Pablo de dos exalumnos armados que mataron a ocho personas y se suicidaron emuló una tragedia de otras latitudes. Bolsonaro, asesorado por Steve Bannon, exladero de Trump, tampoco es el culpable, pero en su campaña simuló un arma con los dedos. Le cabe la responsabilidad de haber propagado el odio. El mismo día de la masacre, su hijo mayor, el senador Flávio Bolsonaro, presentó su primer proyecto de ley: la autorización para instalar fábricas civiles de armas y municiones.
Twitter: @JorgeEliasInter | @Elinterin
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