El último samurái
¿Qué lleva a personas de distintos países a aislarse en la selva durante un conflicto armado y vivir como si el planeta conocido hubiera dejado de existir?
Con bananas, cocos y arroz, el soldado japonés Hiroo Onoda sobrevivió en la isla Lubang, Filipinas, tres décadas después del final de la Segunda Guerra Mundial. No le avisaron que la guerra había terminado en 1945. Tras una difícil negociación, se rindió el 9 de marzo de 1974. Falleció el 16 de enero de 2014; tenía 91 años de edad. Lo habían declarado muerto en 1959. En 1972 se quedó solo por el deceso del segundo de los dos soldados que lo acompañaban; otro se había rendido en 1950. Por poco superó en eso de no aceptar la realidad al soldado japonés Teruo Nakamura, hallado en la isla indonesia de Morotai el 18 de diciembre de 1974.
Durante su estancia en la selva, Onoda tuvo una salud de hierro y, como creía que seguía en guerra, se cargó a unos 30 filipinos que suponía que continuaban siendo sus enemigos. Lo perdonó el presidente Ferdinand Marcos. Regresó a Japón con honores. No se hallaba cómodo y, por eso, se dedicó a la cría de ganado en Brasil. De vuelta en su país, montó escuelas de la naturaleza para jóvenes. Mantenía su gorra y su uniforme remendados varias veces, como en la selva, así como su espada y su rifle de cerrojo Arisaka, el arma estándar del ejército japonés.
En Guatemala, Salomón Vides temía que estallara la guerra. La radio hondureña había dictado su sentencia: era patriótico matar salvadoreños como él. Vides creyó que iba a ser el siguiente. Dejó todo: mujer, hijos, casa. En una carrera frenética, halló refugio en la selva. En ella vivió aislado desde 1969 hasta 2001. Lo encontró un grupo de cazadores furtivos. Estaba casi desnudo: llevaba un taparrabos de cortezas y lianas. Supo entonces que la guerra entre Honduras y El Salvador había durado apenas 100 horas y que, por ella, había vivido oculto 32 de sus 72 años. Oculto y librado a su suerte, alimentándose con semillas, palmitos silvestres y tortugas.
De una avioneta estrellada, que encontró después de mucho caminar en zigzag por una frondosa e inquietante vegetación, extrajo un cuchillo y algunos metales. Con esos instrumentos precarios, acaso como el japonés Onoda, satisfizo sus necesidades básicas durante un tiempo. Aprendió a encender fuego con el chasquido de las piedras. Hizo suyas las fases de la luna y el sol. Volvió a los orígenes, como si nada hubiera quedado detrás de sus pasos, detrás de los árboles. Nada, ni un rastro de humanidad.
En esas condiciones vivió durante cuatro décadas Ho Van Thanh, veterano del ejército norvietnamita en la Guerra de Vietnam. Escapó de su casa de la provincia de Quang Ngai tras un bombardeo que mató a su mujer y a dos de sus hijos. Llevó en brazos a otro, Ho Van Lang, de dos años. Fue a comienzos de los setenta. Los rescataron en 2013, pero sabían de ellos desde 1983. Los había hallado el menor de sus hijos de Ho, Ho Van Tri, que también sobrevivió al bombardeo y se crío con un pariente. Fracasó en su afán de convencerlos de regresar a la civilización hasta que Ho, con más 80 años de edad, debió aceptarlo por su delicado estado de salud.
Había pasado la mitad de su vida lejos de todo y de todos. Vivía con su hijo en una cabaña de madera que habían construido en un árbol. Vestían taparrabos. Plantaban maíz, mandioca, caña de azúcar y tabaco. En un rincón de la cabaña, el viejo Ho atesoraba los pantalones militares de la Guerra de Vietnam. Antes había sido herrero. En 20 años no hubo Cristo capaz de persuadirlo de reinsertarse en la sociedad. En casa de un familiar, no puede conciliar el sueño. Fuma un cigarrillo tras otro. Extraña la selva, acaso su lugar en el mundo, como el de Onoda, el de Vides y el de algunos otros. Querer estar solo no siempre es peor que estarlo.