Durante un coloquio realizado en Alberta, Canadá, una muchacha le planteó al primer ministro Justin Trudeau un cambio en la regulación de las asociaciones religiosas de caridad. Nada extraordinario si no hubiera mencionado la palabra mankind (humanidad). Atento a la ola feminista que parece encontrar en cada expresión masculina una suerte de negación de la mujer, Trudeau replicó como si hubiera recibido una descarga eléctrica: “¿Podrías decir peoplekind (que se traduciría como gentidad) en lugar de mankind?”. Quiso marcarle la connotación sexista de la palabra mankind (por man, hombre) y la necesidad de sustituirla por peoplekind (por people, gente).

No tardaron en brotar las burlas en las redes sociales por la corrección o el oportunismo de Trudeau. Ese tipo de observación lingüística, habitual en Canadá por ser uno de los principales impulsores de la ideología de género, se ha hecho frecuente desde que estallaron los escándalos de abuso, acoso y violencia sexual del magnate Harvey Weinstein en Hollywood. La ola de denuncias ha dejado al descubierto un deplorable secreto a voces. El de la resignación de la mujer como atajo para alcanzar una meta o conservar un puesto de trabajo. La campaña #MeToo (yo también) tiene su correlato político en despidos, dimisiones y algún que otro suicidio.

En plan Trudeau, la fe de erratas machistas podría incluir, por ejemplo, la palabra portavoza, en lugar de portavoz, como ha sugerido Irene Montero, dirigente del partido español Unidos Podemos. Lo cual desató un revuelo por la aparente urgencia en igualar en el lenguaje a mujeres y hombres. De seguir ese razonamiento, la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, pilar de la Revolución Francesa de 1789, debería ser corregida por dejar a la mujer en un incómodo segundo plano. Dos años después de ser publicada, Olympe de Gouges intentó remozarla con la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana. La guillotinaron.

En Francia, donde cien mujeres artistas e intelectuales protestaron contra el extremismo de #MeToo, no se juzga el comportamiento sexual de los presidentes ni el de las primeras damas. Carla Bruni, esposa del ex presidente Nicolas Sarkozy, vivía con el editor Jean Paul Enthoven antes de enamorarse de su hijo, Raphael Enthoven, casado con Justine Lévy, hija del influyente intelectual Bernard-Henri Lévy. Enthoven Jr. es el padre del primer hijo de Bruni. Todo quedó en familia a diferencia del bochorno protagonizado por Dominique Strauss-Khan, ex director gerente del Fondo Monetario Internacional, cuya carrera al Elíseo se vio frustrada por las imputaciones de abuso sexual de una mucama de un hotel de Nueva York.

En estos tiempos, con un presidente de Estados Unidos que no respeta a las mujeres y que inclusive ha defendido a maridos golpeadores que formaron parte de su gobierno, celebridades como Woody Allen, Roman Polanski, Bill Cosby y Kevin Spacey, entre otras, plantean una disyuntiva: ¿cuánto influye la biografía en la ponderación de su obra? Dylan Farrow acusó a su padrastro, Allen, de haber abusado de ella cuando tenía sólo siete años. La madre de Dylan, Mia Farrow, había descubierto hacía poco que Allen se acostaba con Soon-Yi Previn, una de las hijas adoptivas de la actriz. El hijo, Ronan Farrow, periodista, destapó el escándalo Weinstein.

Debajo del maquillaje semántico, llevado en ocasiones al disparate, hay otra realidad. Uno de cada cinco empleados del Parlamento británico ha sido víctima de conductas inapropiadas durante 2017, según una investigación ordenada por la diputada conservadora Andrea Leadsom. En Gran Bretaña han sido separado de sus cargos por esa causa el viceprimer ministro, Damian Green, y el secretario de Transporte, Michael Fallon, entre otros. Tanto en el ámbito público como en el privado llamar gentidad a la humanidad, portavoza a la portavoz (en América latina zafamos: usamos vocera y vocero) o miembras a los miembros no resuelve el problema. Lo banaliza, además de deformar el idioma.

¿Es necesario llegar al extremo del primer ministro de Australia, Malcolm Turnbull, conservador, de prohibir las relaciones sexuales de ministros con subalternos después de enterarse del desliz que cometió el viceprimer ministro, Barnaby Joyce, líder del Partido Nacional? Joyce, de 50 años, tuvo un romance con una asistente de 33. La dejó embarazada. Debió disculparse públicamente con su esposa, con quien estaba casado desde 1993, y con sus cuatro hijas. ¿Fue abuso de poder o se trató de una relación extramatrimonial consentida? En ese caso, ¿de qué vale establecer un código de conducta? En la Cámara de Representantes de Estados Unidos, los legisladores tampoco pueden enrollarse con el personal a su cargo.

Allen teme que la seguidilla de acusaciones iniciada con Weinstein “conduzca a un ambiente de caza de brujas”. ¿Caza de brujas? Esa expresión, en plan Trudeau, es políticamente incorrecta. Las brujas son mujeres. La ola de denuncias alteró las relaciones entre hombres y mujeres. En los lugares de trabajo comenzaron a restringirse los viajes a solas con colegas del sexo opuesto y dejaron de ser graciosos los comentarios sexistas. No está mal, pero tampoco soluciona nada si manda el temor, no la convicción, en un mundo desparejo. Quinientos millones de mujeres no saben leer ni escribir y una de cada tres ha sufrido algún tipo de violencia, incluida la sexual.

Publicado en Télam

Jorge Elías

Twitter: @JorgeEliasInter | @Elinterin
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