Fuga y misterio
La huida de un penal de alta seguridad de El Chapo Guzmán, cuya extradición a los Estados Unidos había sido denegada por razones soberanas, pone en un aprieto a las autoridades mexicanas
Desde que huyó del penal de alta seguridad de Puente Grande, en Jalisco, el 19 de enero de 2001, Joaquín Guzmán Loera, alias El Chapo, gozaba de una libertad rayana en la impunidad. En esos tiempos, los primeros del gobierno de Vicente Fox tras las siete décadas de hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (PRI), comenzaron los ajustes de cuentas entre sicarios de los carteles mexicanos por el control de las rutas del tráfico de la droga. El despliegue del ejército no alcanzó a mitigar la ola de violencia, abonada por la extradición de los capos a los Estados Unidos.
El Chapo, prófugo durante buena parte del gobierno de Fox y durante el sexenio completo de Felipe Calderón, cayó el 22 de febrero de 2014. Se escapó un año, cuatro meses y diecinueve días después. Esta vez, del penal de alta seguridad de El Altiplano, en Almoloya de Juárez, Estado de México, a 25 kilómetros de Toluca, la capital estatal, y a unos 90 kilómetros de la ciudad de México. La cárcel era hasta ese momento inexpugnable. De ello estaba seguro el presidente de México, Enrique Peña Nieto, el primero del PRI en doce años, renuente a extraditarlo a los Estados Unidos.
La fuga, a través de un túnel cómodo e iluminado de 1.500 metros de extensión, terminó dejándolo en ridículo, así como a sus dos antecesores, enrolados en el Partido Acción Nacional (PAN). En su momento, Calderón acusó el impacto de algo que llamó “golpe mediático”. Le pareció un insulto la inclusión en la lista de multimillonarios de la revista Forbes de El Chapo Guzmán, jefe máximo del cartel de Sinaloa, con una fortuna estimada en 1.000 millones de dólares. Herido en su orgullo, en medio de la guerra contra el narcotráfico, el sucesor de Fox insinuó que la publicación había sido orquestada por Barack Obama.
México, según informes de inteligencia norteamericanos, estaba entonces al borde de ser tachado de Estado fallido. Algo similar ocurrió en Colombia durante el apogeo de los carteles de Cali y Medellín. En 1989, Pablo Escobar Gaviria libró una guerra contra el Estado. Dos décadas y monedas después, desmembradas esas organizaciones en otras más pequeñas que mantuvieron sus sociedades con las guerrillas y los paramilitares, El Chapo Guzmán controla en varios países una red criminal compuesta por 288 compañías y 15.000 trabajadores, según el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos.
En cierto modo, El Chapo Guzmán ocupó el lugar de Escobar, abatido en 1993 en Colombia. En 2006, en Acapulco, rodaron cabezas de policías cercenadas con sierras. Portaban un mensaje aterrador: "Para que aprendan a respetar". Les atribuyeron los crímenes a Los Zetas, brazo del cartel del Golfo, pero detrás de ellos estuvo, al parecer, La Mara Salvatrucha, contratada por el cartel de Sinaloa. En estos años, los Estados Unidos admitieron su responsabilidad en el consumo de drogas y la provisión de armas, vía distribuidores enrolados en la Asociación Nacional del Rifle (ANR, sus siglas en inglés). No alcanzó.
Los carteles mexicanos, como antes los colombianos, pretenden poner de rodillas al Estado. Su penetración en el poder público es proporcional a la adhesión a su causa del poder político. En 2007 asesinaron a José Nemesio Lugo Félix, coordinador del Centro Nacional de Planeación, Análisis e Información para el Combate a la Delincuencia. Después, un sicario mató a Edgar Milán Gómez, la mayor autoridad policial del país. En 2008 se estrelló el avión en el que iba Juan Camilo Mouriño, secretario de Gobernación. Tres años después falleció en circunstancias parecidas Francisco Blake, también secretario de Gobernación.
En esos tiempos, el gobierno de Calderón adoptó contra el narcotráfico un esquema parecido al colombiano: impedir la oferta por medio de la batalla frontal contra los carteles. El regreso del PRI al poder, con Peña Nieto, se tradujo en la captura de El Chapo Guzmán y de otros capos siniestros, como Miguel Ángel Treviño, El Z-40, famoso por ordenar decapitaciones; Nazario Moreno, El Chayo, cabecilla de la secta Los Caballeros Templarios; su sucesor, La Tuta, y Omar Treviño Morales, El Z-42, entre otros. La espectacular fuga de El Chapo Guzmán, con una impunidad rayana en la libertad, vuelve todo a foja cero.
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