Hoy se cumplen diez años de los fusilamientos de Kosteki y Santillán. El criminal fue un comisario de la Policía bonaerense llamado Alfredo Fanchiotti. Salió a cazar manifestantes con un odio y una impunidad terrible. Como sociedad, deberíamos aprender las lecciones que esa historia de horror nos está dejando. Por ejemplo que Fanchiotti no puede ser beneficiado con un régimen carcelario abierto.

Dicen los compañeros de Darío y Máximo que el asesino estará a partir de ahora poco menos que en una colonia de vacaciones. Eso es gravísimo y las actuales autoridades deberían evitarlo. Porque Fanchiotti, el cabo Alejandro Acosta y sus cómplices, acribillaron a Kosteki y Santillán y además generaron una conmoción social que estuvo a punto de desatar un enfrentamiento mucho mayor y una lucha fraticida. Es nefasta la señal que se envía flexibilizando sus condiciones de detención a diez años de la masacre de Avellaneda. Es como decirle que no fue tan grave lo que hizo.

Esa hecatombe política obligó a Eduardo Duhalde a adelantar la entrega del gobierno y el llamado a elecciones para abril del 2003. Se vivían tiempos de turbulencias institucionales. Argentina estaba saliendo lentamente del infierno del 2001 donde habíamos estado al borde de la guerra civil y cada movimiento había que hacerlo entre algodones para no arrojar mas leña al fuego. La desocupación y la pobreza tenían dimensiones intolerables. Los reclamos se multiplicaban. El sistema político había implosionado producto de una suma de chantadas, desilusiones, traiciones y fracasos.

Kosteki y Santillán eran dos luchadores sociales que pusieron el cuerpo para defender sus ideas y para pelear por lo que mas necesitan. Hoy se han convertido en emblemas del trabajo de base en los territorios más humildes. Sus rostros, sus nombres, encabezan banderas y bautizan agrupaciones. Soñaban con justicia para sus hermanos y no con cargos burocráticos en un gobierno. Despreciaban el verticalismo y construían agrupaciones horizontales de democracia directa.

Aquellos movimientos sociales fueron la experiencia colectiva que encontraron los más excluidos para dar su batalla. Se juntaron alrededor de algunos planes sociales, de trabajos cooperativos, de comedores populares, de bloqueras donde construían las bases de sus viviendas precarias, o de pañaleras, o de granjas comunitarias.

Intentaron sobrevivir al tsunami económico que se llevaba puesto todo. Y encontraron la mejor manera, que fue hacerlo en forma mancomunada, toda las manos todas, y en la calle codo a codo fueron mucho mas que dos. Tuvieron que reconstruir sus vidas productivas como un rompecabezas que había estallado por responsabilidad del menemismo y por la falta de respuesta del gobierno de Fernando de la Rúa.

Aquel día nefasto, el operativo represivo tuvo cuatro patas: la Policía Federal, la bonaerense, la Gendarmería y la Prefectura.

Maximiliano tenía 25 años y militaba en Guernica. Le metieron un balazo en el pecho en la estación Avellaneda. Estaba agonizando, vomitaba sangre. Darío que apenas tenía 21 años y venía de Lanús, intentó socorrerlo como corresponde a alguien formado en la solidaridad. Levantó sus manos reclamando que los policías bajaran sus armas. Pero entraron a sangre y fuego con sus escopetas Itakas y le dispararon por la espalda a pocos metros de distancia. Todo eso fue fotografiado y filmado con valentía. Los asesinos tuvieron la frialdad de recoger del suelo las vainas servidas de calibre 12.70 para no dejar huellas de su cobardía.

Nadie debe olvidar que fue tanta la locura que otros 33 manifestantes fueron heridos de bala. Máximo y Darío no tenían otras armas que sus convicciones ideológicas. Murieron en su ley tratando de amar a su prójimo como a si mismos. Por eso, memoria y justicia para Maxi y Darío. Cárcel común sin privilegios para sus asesinos. Nadie debe olvidar que el enemigo más poderoso de un país y de un pueblo es la impunidad. Porque la impunidad, es una tragedia que vuelve.