Usted no me va a creer. Va a pensar que estoy inventando, pero esto pasó hace apenas diez días. En un momento, en el sanatorio, en la frialdad del quirófano, sobre las camillas había 186 gritos de gol desparramados. Las enfermeras no se daban cuenta. Pero el cirujano sentía de fondo el ruido de la pelota besando la red y la ovación de las tribunas.
 
No entendía bien que pasaba porque estaba con el bisturí en la mano y muy concentrado, como corresponde, pero por momentos se cruzaba ante su vista la camiseta de Estudiantes de La Plata. Ahí se dio cuenta de todo. En ese ámbito tan aséptico, tan formal donde suelen jugar la vida y la muerte y definen por penal, estaban los Galletti.

Uno en cada camilla. El viejo Hueso, Rubén Horacio, que estaba donando un riñón. Y su hijo, Luciano Martín que lo estaba recibiendo. En ese instante, entre los guardapolvos manchados de sangre y la inquietante anestesia, se estaba produciendo un hecho médico y un gigantesco gesto de amor entre padre e hijo. La emoción estaba mirando desde atrás del arco. Era la actitud más solidaria que todo hombre puede tener. Era dar hasta que duela, como pedía la madre Teresa.

Todo salió tan bien que cuando le estaban dando el último punto de sutura al huesito, el riñón recién llegado, ya estaba funcionando. La compatibilidad fue impecable. Los médicos estaban felices y asombrados. Todo fue perfecto. Es que ambos tenían tatuados en su genética la impronta de los deportistas de elite. Músculos de acero, resistencia aeróbica, vida sana. Galletti hijo, hoy tiene 32 años y 3 riñones. Los dos originales, los que trajo de fábrica se van a secar y van a dejar de funcionar por completo. El va a poder llevar una vida normal con el que recibió de su padre.

Cuando ambos se pusieron a orinar delante de los médicos surgieron los aplausos. Ya tenían la experiencia de los controles antidoping para poder mear si inhibirse delante de la gente. Pero una cosa es un control de AFA y otra el jefe de la terapia intensiva. Se dieron un abrazo de gol. Tenían ganas de dar la vuelta olímpica. Sintieron orgullo uno del otro. Pero cerraron los ojos y soñaron con sus momentos más felices.

El Hueso, con aquel día de lluvia que debutó en Jorge Brown de Navarro. Con los primeros zapatazos que clavó en el ángulo y el comentario que siempre escuchaba: el gringo patea como un burro. Hizo 114 goles, fue campeón en el 82 con su querido Estudiantes de la Plata y dos veces con River. Y eso que jugó en Boca.

El huesito o Lucho, como le decían en el Nápoli, no sabía que gol elegir de los 72 que hizo. Si aquel a River en el 98 que llevó su apellido a la tapa de todos los diarios. O ese título de goleador que se ganó en el sudamericano sub 17. O la primera vez que cerró el puño y pegó el alarido, frente a Velez: faltaban 5 días para que cumpliera 18 años. O mejor, esa Copa del Rey que ganó con el Real Zaragoza con un gol suyo, nada menos que frente a los galácticos del Real Madrid. Todavía tiene en la mesita de luz la foto de esa gambeta endiablada, con las medias bajas como Sívori y con la mirada sorprendida de Roberto Carlos que no lo puede alcanzar. El brasileño habrá pensado: “hueso duro de roer, este Galletti”.

Aquella noche sin embargo se durmió pensando en sus tres mejores alegrías que no se las dio el fútbol sino Soledad, su mujer. En sus tres hijas que tanto extrañó. En sus amores, Martina, de 11; Paulina de 8 y la mas chiquita, Julieta de 2. Le llevaron una cartulina llena de dibujos con crayones de colores. Corazones, pájaros, árboles y una pelota que decía: “Papi, te queremos. Abu, muchas gracias”. No pudo parar de llorar. Recordó aquella pesadilla en México cuando estaba con la selección argentina. Se tomó un simple vaso de gaseosa pero tenía un cubito de hielo. Y ahí se infiltro, congelado, el maldito virus que se le fue primero al hígado y después a los riñones. Y eso generó la insuficiencia renal.

Ya está levantado y cada día se siente más fuerte. Hace bicicleta fija y sueña con salir por túnel y agradecerle a la hinchada pincha la bandera que pusieron para darle fuerza. Luciano Galletti cree que la felicidad máxima llegará una mañana. Llevará a las nenas al colegio y en un pique se presentará en la legendaria esquina de 1 y 57 donde esta la cancha del León campeón del mundo.

El será una sorpresa en el vestuario. Sentirá el aroma de los masajes y comprobará que el sabio utilero le preparó todo. En un banquito contra la pared hay un par de medias, las canilleras, los botines y la camiseta número siete. Galletti pensará que, igual que a todos los wines, la vida lo tiró contra la raya. Pero él corrió más fuerte, con la pelota pegada al empeine y pudo desbordar. Y le pegó como venía, a la carrera. La puso en el pecho de su viejo que estaba en el medio del área. Su viejo lo miraba con lágrimas en los ojos. Y con la tranquilidad de haber ejercido la solidaridad a fondo. Hasta el hueso.