Irak, otra vez atroz
El Estado Islámico de Irak y el Levante, alianza de organizaciones radicales nacida bajo el paraguas de Al Qaeda, mantiene el vilo al país y pone en un aprieto a la comunidad internacional
Una semana antes de la Navidad de 2011, por decisión de Barack Obama, el último soldado norteamericano salió de Irak camino a Kuwait. Era el final de la guerra declarada el 19 de marzo de 2003 por su antecesor, George W. Bush, con premisas falsas y un desenlace tan incierto como la democracia en el país. En casi nueve años murieron más de 151.000 personas, de las cuales 125.000 eran civiles, y resultaron heridas casi 302.000, según el informe “The costs of war since 2001: Iraq, Afghanistan and Pakistan”, del Watson Institute for International Studies, de Brown University. Hubo también 1.800.000 refugiados y 1.700.000 desplazados internos.
En diciembre de 2012, un año después de aquello que insinuaba ser el comienzo de una nueva era, milicianos del Estado Islámico de Irak iniciaron una acampada de protesta en Ramadi. La minoría sunita, antes cobijada por Saddam Hussein, denunciaba la política sectaria de la mayoría chiita, representada por el primer ministro Nuri al Maliki. El gobierno de Irak iba a procesar a Rafi al Issawi, ex ministro de Economía y líder de la comunidad sunita. Lo acusaba de colaborar con grupos terroristas. Entre ellos, el Estado Islámico de Irak, alianza de organizaciones radicales nacida bajo el paraguas de Al Qaeda en octubre de 2006 en rechazo a la ocupación extranjera.
Tras el desalojo de la acampada, el Estado Islámico de Irak comenzó a organizar concentraciones contra el gobierno de Maliki y, escindido de Al Qaeda por aplicar métodos más violentos y despiadados que los hombres de Osama bin Laden, se dispuso a lanzar operaciones militares contra Ramadi y Fallujah, principales ciudades de la provincia de Anbar, así como contra Mosul y Tikrit. La minoría sunita, acostumbrada a gobernar el país al amparo de Hussein, recobró de ese modo sus bríos y extendió su brazo hasta Siria, donde combatió al gobierno de Bashar al Assad. En abril de 2013, por esa razón, añadió a su nombre “y el Levante”.
Los Estados Unidos pagan caro su error de no haber acercado a chiitas, sunitas y kurdos, la otra minoría, y de haber dejado el país y sus pozos petroleros a merced de estallidos de violencia. El Estado Islámico de Irak y el Levante (ISIL, sus siglas en inglés) pretende crear un gran califato en el corazón del mundo árabe. La toma de Fallujah, en particular, es humillante para los soldados norteamericanos. La habían recuperado en 2004. La batalla fue la más sangrienta desde Vietnam. Está ahora en manos del líder del ISIL, Abu Bakr al Bagdadi, nacido en Irak. En ese país cayó en 2006 el terrorista jordano Abú Musab al Zarqawi, segundo de Bin Laden.
Desde entonces, mucho ha cambiado. En medio del desgobierno de Irak y de la guerra civil de Siria, el ISIL implanta la sharia (ley islámica) en las ciudades tomadas. Es decir, “todos los soldados del Islam que asuman su responsabilidad a la hora de recuperar el Califato Islámico” deben “abstenerse de colaborar con el gobierno iraquí”. Está prohibido el consumo de tabaco, drogas y alcohol. Las mujeres deben vestir “decentemente, con ropa ancha” y sólo pueden salir a la calle “cuando reciban permiso para ello”. Quien sea descubierto robando “verá amputada su mano”. En pocos días, más de un millón de personas han sido acogidas por los kurdos. La guerra continúa. En realidad, nunca terminó.