Lo más interesante de un megaescándalo social, tal vez, es observar la reacción de los otros. El romance Viale-Lousteau cayó como una lluvia refrescante sobre los medios y abrió formalmente la temporada otoño-invierno del comentario parroquial.

El tema arrasa en la televisión y desborda en las redes: todo el mundo tiene algo para decir, y es una gran oportunidad para hacer declaraciones de alto contenido moral. En medio de tanta adjetivación por momentos indignada, por momentos suspicaz, hay otra película que no se presenta a menudo. Yo no me la pierdo.

Juana Viale es una chica que hace lo que quiere. Se lo puede permitir: es bella, joven, rica y distinguida. Ningún trauma secreto le impide ser feliz, como ocurre en las novelas con las mujeres de ese tipo.

Ella hace lo que quiere. No le gusta hablar con la prensa y no lo hace. No la necesita. Cambia de hombre en los hechos como muchas mujeres lo hacen con el pensamiento. Es antipática, se puede dar ese lujo.
 
Lo que a otros podría generar una forma de ostracismo, a ella en cambio le componen una novela a medida, y tiene éxito. Lo que el periodismo especializado suele calificar como “rebelde” podría traducirse como “independiente” en el sentido más estricto e infrecuente de la palabra. Ella no necesita un joven economista para que le dé prestigio, ni que una artista de variedades le explique con lágrimas en los ojos lo que significa “ser madre”.

Ella hace lo que quiere: no hay mucha gente que goce de ese privilegio. Antes que opinar sobre lo que está Bien o lo que está Mal, como si uno supiera, es más divertido ver cómo actúa alguien que en serio puede hacer lo que se le dé la gana.