La excepción mexicana
En su tercer intento, Andrés Manuel López Obrador ha ganado las presidenciales de México con un discurso centrado en la lucha contra la inseguridad, la impunidad y la corrupción
En un mapa latinoamericano que gradualmente se destiñó de pretendidas izquierdas con capitalistas amigos, Andrés Manuel López Obrador parece desentonar, aunque su discurso diste de emparentarse con el de aquellos que le desearon la victoria, como Cristina Kirchner, Rafael Correa y Ernesto Samper, entre otros. En tiempos de Donald Trump cambió el mundo y cambió México. Y también cambió López Obrador, antes cercano a Hugo Chávez, ahora empecinado en dar vuelta la tortilla en un país sumido en la inseguridad, la impunidad y la corrupción bajo el estigma del narcotráfico. Más de 130 políticos y siete periodistas han sido asesinados este año.
Finalmente, los planetas y los mosquitos, como auguró Jesús Silva-Herzog Márquez, profesor del Tecnológico de Monterrey, se alinearon para convertir en presidente de México a López Obrador. La tercera resultó ser la vencida para AMLO, por sus iniciales, o El Peje, apócope de pejelagarto, pez típico de su Tabasco natal. López Obrador era en 2006 el escollo de Felipe Calderón, sucesor de Vicente Fox, ambos del Partido Acción Nacional (PAN). En 2012 ocupó idéntico papel frente a Enrique Peña Nieto, del Partido Revolucionario Institucional (PRI). En estas elecciones, las de 2018, se superó a sí mismo como escollo.
“López Obrador, o AMLO, es un carismático político socialdemócrata, etiqueta que también arrastra tonalidades pero que ayuda para una caracterización adecuada que aclare, de paso, la perspectiva”, señaló con buen tino el analista político Marcelo Cantelmi, de modo de explicar la mutación de “su mensaje de barricada del pasado hacia tonos mucho más serenos". Alzado como el fiscal y el arquitecto de la solución de la corrupción y de la impunidad del gobierno de Peña Nieto, agrega Cantelmi, “no es causa sino consecuencia de un escenario que lo ha potenciado como una figura inevitable”.
Tan inevitable, quizá, como la alianza de su movimiento, Morena, con formaciones aparentemente antagónicas, como la derecha cristiana encarnada en el Partido Encuentro Social (PES) y la izquierda representada por el Partido del Trabajo (PT). Tan inevitable, también, como la nostalgia de los tiempos no tan lejanos en los cuales tres partidos definían las elecciones mexicanas: el PRI (la dictadura perfecta, según Mario Vargas Llosa, después de haber gobernado el país en forma ininterrumpida durante 71 años), el PAN y el Partido de la Revolución Democrática (PRD).
El PRD, partido tradicional de centroizquierda fundado, entre otros, por Cuauhtémoc Cárdenas, hijo del presidente que nacionalizó los ferrocarriles en la década del treinta, Lázaro Cárdenas, perdió fuelle por la desaparición de 43 estudiantes en 2014 en Iguala, Guerrero, Estado gobernado por uno de los suyos, Ángel Aguirre. Cárdenas hijo pudo haber ganado las presidenciales de 1988 de no haber habido una dudosa caída del sistema durante el conteo de votos que revirtió el resultado parcial a su favor y terminó dándole el triunfo al candidato por el PRI, Carlos Salinas de Gortari.
Eran habituales entonces el dedazo (la elección a dedo del sucesor del presidente) e irregularidades durante los comicios. Eso también cambió. Ese sexenio, el de Salinas de Gortari, se caracterizó por dos hitos: la aparición de los zapatistas y la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta, en inglés) con Estados Unidos y Canadá, que Trump pretende dilapidar. Los del subcomandante Marcos, en el sur mexicano, no cumplieron con las expectativas que crearon. La frontera con Estados Unidos pasó a ser ahora la mayor preocupación, con la política de Trump de separar a padres e hijos indocumentados y su obsesión en construir el muro.
López Obrador, el político más popular en México, no deja de ser un enigma en el exterior. De estar enrolado en la izquierda que pretenden endilgarle, los respaldos externos se quedarían cortos. Faltarían los de Nicolás Maduro, presidente de la descarriada Venezuela, y de Daniel Ortega, su par de la violenta Nicaragua. En este tercer intento de llegar a Los Pinos, el plan de López Obrador parece ser mucho más realista que en las dos elecciones anteriores. Quiere poner fin al ciclo que arrancó con Salinas de Gortari. Habla de la cuarta transformación después de la independencia (1821), la Reforma (1858-1861) y la Revolución (1910).
“Miren lo que son las cosas, soy el candidato de más edad, pero los jóvenes, con su rebeldía, saben que representamos lo nuevo”, dijo en el cierre de su campaña en el estadio Azteca. La transición será el 1 de diciembre. Un siglo, casi, en el cual Peña Nieto no podrá restaurar su imagen, manchada por más muertos durante su sexenio que durante el de su antecesor, Calderón. López Obrador comparte con el finado Chávez un solo rasgo: el culto a sí mismo. Y no mucho más en un mundo distinto, con la migraña de Trump como reto o, acaso, como desafío después de haberse despojado del escollo de su sombra para convertirse en una excepción en la historia de México.
Twitter: @JorgeEliasInter | @Elinterin
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