La identidad del cabaret
Aquel templo glorioso y pecaminoso, mezcla del lujo de Paris y el arrabal de Pompeya fue demolido en 1962. Sin embargo la magia de Mora Godoy supo reconstruirlo en el Complejo Teatral de Buenos Aires. A metros del Obelisco, como corresponde, resurgió de sus cenizas para recuperar la historia y hacernos felices con la máxima belleza de ese baile canyengue.
Envidio el talento de Enrique Cadícamo que supo definir en tres pinceladas aquel mítico cabaret de nuestra identidad nacional:
“En las noches bravas que el tango era un rito,
vibraba la sala con ritmo nervioso,
porque en ese entonces estaba Juancito
tallando en su orquesta su estilo famoso.
Ya no queda nada y aquello no existe,
ni tus bailarines ni tu varieté.
Te veo muy triste pasar silencioso,
Príncipe cubano frente al Chantecler”
Aquel templo glorioso y pecaminoso, mezcla del lujo de Paris y el arrabal de Pompeya fue demolido en 1962. Sin embargo la magia de Mora Godoy supo reconstruirlo en el Complejo Teatral de Buenos Aires. A metros del Obelisco, como corresponde, resurgió de sus cenizas para recuperar la historia y hacernos felices con la máxima belleza de ese baile canyengue.
Horacio Godoy, el más grande milonguero que vi en mi vida, conocido como Pebete Godoy es capaz de fundar la belleza en una baldosa y encima, verbalizarlo. Dice que el tango hoy cumple una función social y hace las veces de club de barrio, porque la gente se toca, y entonces hay menos facebook y más cuerpo a cuerpo. Pebete baila como si jugara al fútbol con la camiseta de Maradona. La pisa, amaga, hace como que va pero se queda, engaña y le saca chispas de arte a la viruta. Se desplaza con sutileza, la tiene atada al botín. Levanta las tribunas sin patear al arco. Se siente un heredero del empedrado de Villa Urquiza que hizo delirar al público en Hong Kong, Estambul o Chicago.
En esta obra musical extraordinaria que algunos llaman “ballet argumental”, Pebete hace el personaje de Angel, al que apodaron el Príncipe cubano por su origen africano y del que habla Cadícamo en su poesía urbana. Ese presentador del cabaret, es el que bautizó como “El Rey del compás” a Juan D’Arienzo que se quedó 20 años con su orquesta cambiando el ritmo y metiendo fuego a las melodías mas melancólicas.
Mora Godoy es el obelisco del tango. El eje sobre el que gira el espectáculo. Sobre el planeta, no hay bailarina de tango que la supere. Deslumbró en el mismísimo Broadway con su “Tanguera” y hace 10 años que viene asombrando al mundo con la bandera del corte y la quebrada. Se la veía feliz el viernes después del debut. Dijo que soñaba con algo semejante. Con hacer en Buenos Aires una exhibición de nivel internacional que nos represente. Y si es posible que se quede a vivir sobre el escenario. Los turistas de todo el mundo pueden venir a verla en su casa. Y los argentinos no tienen excusa para no verla.
Mora hizo de todo. De ella fue la idea, el guión y la dirección coreográfica. Pero cuando baja las escaleras como Rithana, bella como una pantera, juega su amor apasionado a dos puntas y de paso administra el cabaret. Cuando Mora Godoy baila todos los sentidos se suben a la cabeza. Del Colón al piringundín te emborracha con sus piernas aladas. El tango se transforma en entrevero, entre piernas, y en el más bello juego de seducción. No casualmente Mora bailó en exclusiva para los Rolling Stones y con la orquesta del maestro Daniel Barenboim.
“Chantecler Tango” es mucho mas que un espectacular espectáculo. No se trata de fuegos artificiales, ni de artilugios acrobáticos, es una hoguera hecha danza. Desfilan todos los personajes de los años 40 en Buenos Aires. Los muchachos de avería, los ladrones de civil y de uniforme, los galanes de barrio, los saques de cocaína y el rubio champagne en las miradas.
La música de Gerardo Gardelín le hace honor a la historia porque don Carlos Gardel era un habitué del Chantecler. El morocho del abasto llegaba de madrugada a la calle Paraná 440. Dejaba el funyi en el perchero y corría la cortina del palco para entregarse a los brazos de alguna bataclana. Era de carne y hueso. Aún no era de bronce, pero ya sonreía. Esa atmósfera que transporta la melodía se corporiza en el vestuario de Cecilia Monti.
La música, las pilchas y los cuerpos de más de 30 artistas viajan el mismo viaje. Flotan en una misma leyenda. Es una crónica bailada de la fundación mítica de aquel Buenos Aires. Un lujo industria nacional que antes se exportaba y hoy lo tenemos a la vuelta de la esquina. En la calle Corrientes. Como si el Chantecler hubiera resucitado entre fantasmas. Como si nuestra identidad nacional bailara un tango.