Desde el 5 de julio de 2014, cuando Abu Bakr al Bagdadi se autoproclamó el primer califa en varias generaciones desde el gran púlpito de la mezquita de Al Nuri, de Mosul, Irak, el Estado Islámico (EI) no ha dejado de sumar voluntades. La mayoría son jóvenes que, de no ser confiscados sus pasaportes, emigran de Francia, Bélgica, el Reino Unido, Alemania, Holanda, Australia, Indonesia y los Estados Unidos, entre otros países, rumbo a los enclaves conquistados por el grupo sunita en Irak, Siria y Libia. Suelen dar el salto desde Turquía, cuyo gobierno vigila a 12.500 personas, según la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
¿Qué atractivo ejerce el EI, también llamado ISIS y Daesh, sobre los occidentales, especialmente sobre las mujeres, más allá de que sean musulmanes? No sólo el EI, en realidad. De más de la mitad de los países del mundo parten mujahidines (combatientes) para nutrir sus filas y las de su cismático rival, Al-Qaeda, según un informe del comité permanente especial del Consejo de Seguridad de la ONU que monitorea el islamismo violento. En los últimos años han recibido más de 25.000 voluntarios. Cuando la política se convierte en una religión, como puede ocurrir en cualquier país, el opositor pasa a ser un hereje. Y ya sabemos cómo termina el hereje.
En el EI, el califato necesita un territorio para legitimarse y existir. Es la gran diferencia con Al-Qaeda, compuesta por células autónomas que actúan en forma dispersa en distintas latitudes. En un momento bisagra de la historia, con una brecha alarmante entre pudientes y no pudientes y con un récord de desplazados y refugiados de 38 millones de personas, la injusticia les hace precio a quienes buscan una nueva vida o terminar con la anterior. Los gobiernos de Irak, Siria, Libia, Sudán y Yemen han perdido el control de sus dominios. Si Al-Qaeda manda en Yemen, el EI sienta sus reales en Irak, Siria, Egipto y Libia y fortalece sus lazos con Boko Haram en Nigeria.
La impactante propaganda del EI, inspirada en Hollywood, hace el resto, denostando con la metodología profética (la profecía y el ejemplo de Mahoma) aquello que se aparte de al salaf al salih (en árabe, los devotos antepasados). Para el salafismo, su ideología, es apostasía negarlo, como dejó dicho el difunto Abú Musab al Zarqawi, segundo de Osama bin Laden y creador en Irak del EI, así como también lo es llevar vestimenta occidental, afeitarse la barba, votar en elecciones aunque sea por un musulmán y consumir alcohol y drogas. El chiismo, la otra rama del islam, mayoritario en Irak e Irán, es un invento que degrada la perfección del Corán.
La pavorosa purificación de la humanidad, liquidando apóstatas en masacres colectivas o ejecuciones individuales grabadas y difundidas por las redes sociales, forma parte de la campaña de reclutamiento. La versión del mundo del siglo XII se nutre de la tecnología del siglo XXI. El califato ofrece “casa y hogar” a las mujeres que pretendan casarse y procrear. Curiosamente, esa premisa tiene más eco en los países occidentales que en los árabes, quizá por su mayor independencia y acceso a Internet. Chicas de 20 años de edad se consideran ahora “las madres de la patria” tras haberlo dejado todo bajo la promesa de baya’a (lealtad).
En Twitter, Facebook, YouTube y otras redes sociales, los reclutadores hablan el idioma de los incautos. Los engatusan con técnicas de seducción, convenciéndolos de la necesidad de deplorar la cultura occidental. La aventura patriótica enarbola a la familia a la vieja usanza en señal de rebeldía. Ni el Imperio Otomano, eclipsado por Mustafá Kemal Atatürk cuando creó la Turquía moderna en 1924, ni Bin Laden, glorificado con la voladura de las Torres Gemelas en 2001, hicieron tanto por la sharia (ley islámica) como el califa Ibrahim, antes Bagdadi. Nació en Irak y tiene el linaje quraish, de la tribu de Mahoma, y la amr (autoridad) que ello implica.
La libertad es la esclavitud, como escribió George Orwell, pero los voluntarios lo ignoran. O lo aceptan, acaso defraudados por grupos islamistas como los Hermanos Musulmanes, de Egipto, o Hamas, de Palestina, que coquetean con la democracia, supuestamente reclamada en el nebuloso Medio Oriente durante la frustrada Primavera Árabe. En varios países occidentales, las denuncias de desaparición de adolescentes musulmanes han crecido en forma proporcional con el avance del EI en el norte de África y con el reclutamiento de jóvenes provenientes de Europa. Entre ellos, la imagen de una mujer empresaria es tan repugnante como la de una solterona.
Mientras los kurdos y los iraquíes, así como los iraníes, combaten cuerpo a cuerpo contra el EI, repelido tibiamente por los ataques aéreos de los Estados Unidos y de los países europeos, cada nueva pareja, formada por medio de Internet, recibe una vivienda y entre 1.200 y 1.500 dólares de dote. La mujer no sólo procrea. También contribuye a la estabilidad emocional de su cónyuge, al cual hasta la boda sólo conoce por chat. En ocasiones no es su interlocutor real, sino un experto en redes sociales, a veces del mismo sexo, que se deshace en promesas y bendiciones. Al salir de casa, él estará dispuesto a decapitar o crucificar apóstatas; violar mujeres, y destruir monumentos históricos. Son algunos de los servicios, no lejanos a la Inquisición, que demanda el califato para afianzarse.
 
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