Hace exactamente diez años, un día como hoy, yo estaba en la Bombonera. No lo olvidaré jamás. Se despedía el duende del fútbol. Ese señor especialista en gambetear por las cornisas. El que un día construyó la máxima obra de arte deportiva de la historia argentina. Y la hizo en diez segundos y 89 centésimos.

En un suspiro mágico bailó el tango sobre una pelota y frente a los ingleses, nada menos, con el estadio Azteca de pié, consumó el gol mas golazo de todos los tiempos.

Hace exactamente 10 años ese señor que también edifica genialidades con las palabras dijo: “Yo me equivoqué y pagué… pero la pelota no se mancha”. Es que ese señor lamentablemente tenía el sí fácil ante la droga y metió los pies en el barro de cientos de contradicciones de todo tipo. Pero esa es otra historia. Para otro día. Hoy hace 10 años que se puso los cortos para seducir a la pelota por última vez.
Nunca fue fácil ser Diego Armando Maradona.

Fue el Dios de los estadios al que muchos le rezaron porque adentro de la cancha, era todopoderoso. No había nada imposible para su cintura y su empeine. Era capaz de todos los milagros. De repartir la felicidad redonda a domicilio. De instalarse en el Olimpo de los humanos que nos dan identidad en el mundo: como Gardel, como Atahualpa, como Diego, que tanto. Iba a pedir perdón por la herejía pero no pido nada. ¿Sabe por que?

Porque el es tan artista popular como ellos y no conozco un argentino que haya empezado de tan abajo y que haya llegado tan arriba y que corra riesgos de volver tan abajo.

No conozco un argentino que haya regalado tantas sonrisas a la gente del pueblo sin pedir nada a cambio. Diseñó muchos sueños en su vida y los distribuyó en las tribunas. Distribuyó su riqueza. Hizo también muchas macanas en su vida y se las guardó para si mismo. Se hizo cargo de sus miserias. La gloria para todos y Devoto para él solo.

Ese señor de 51 años que está en medio del lujo y del oro de Dubai sintió el ruido del hambre en la panza y juró por Villa Fiorito que iba a zafar con la ayuda de la pelota. Se hizo millonario, campeón del mundo y dueño por los siglos de los siglos de la camiseta número diez de Argentina.

Dieguito les escribió muchas cartas a los reyes magos que no le dieron ni la hora. Se cansó de pedirles bicicletas todos los años y de escuchar las mismas excusas de su madre: pelusa, para nosotros, los reyes son pobres le decía doña Tota entre lágrimas.

Ese señor tiene un trono permanente en Nápoles porque se tomó venganza de tantas humillaciones y de tanto mirar por encima del hombro desde Milán a esa Nápoles tan profunda y tan sureña que está mas cerca de Africa que de Suiza en todos los sentidos.

Allá en Nápoles y aquí en Argentina miles de chicos se llaman Diego en su memoria. En homenaje hacia aquel pibe que no tenía las monedas necesarias para el colectivo que lo llevaba a probarse en Argentinos Juniors. Ese mocoso y ahora señor que calzaba las zapatillas flecha hasta que se deshilachaban en la canchita de tierra donde aprendió todos sus trucos.

Cada vez que llueve, incluso en los palacios y los hoteles 5 estrellas, Diego Maradona recuerda como tenía que correr con dos ollas y tres tachitos para atajar el agua que dejaban caer las malditas goteras en el ranchito de su exclusión. Cada vez que le da gracias al señor por el pan de su mesa, recuerda el primer sueldo que se lo gastó entero para invitar a comer a su mítica madre al restaurante La Rumba. Era el sueño de su vida: llevar a su vieja a esa pizzería bacana de la avenida Pompeya que el miraba, todos los días desde el colectivo que lo llevaba a trabajar.

Ese señor que de frente a la cámara grita gol con un alarido de sus entrañas se llama Maradona y es más argentino que el más argentino. Su fútbol nos identifica y nos define. Artístico y engañador. Sublime y tramposo. Te doy pero te quito. Te deslumbro, te enamoro, pero te miento. Un corte, una quebrada y la ovación.

Diego Maradona fue el quinto hijo de los ocho de un obrero ferroviario nacido en una Esquina de Corrientes sin Esmeralda. Y llegó al mundo con una pelota bajo el brazo.

Cuando era cebollita, su padre le lustraba los botines y el sacaba apenas la lengua, inflaba el pecho y salía por el campo a despatarrar gigantes defensores y a hacerles pasar papelones de padre y señor nuestro. Diego está en Dubai pero vive eterno en el alma y el corazón de los argentinos. Se llama Maradona no habrá ninguno igual, no habrá ninguno. Hace diez años, un día como hoy, yo estaba en la Bombonera que latía y temblaba. En esa catedral Diego hizo un rezo laico. Dijo que se equivocó y que pagó, pero que la pelota no se mancha. Y cumplió.