La rutina de Putin
Su partido, Rusia Unida, se impuso en forma holgada en las elecciones para la Duma, aceitándole el camino hacia una nueva candidatura para la reelección en 2018
Casi en coincidencia con el 25º aniversario de la estrepitosa caída de la Unión Soviética, considerada “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX” por Vladimir Putin, su partido, Rusia Unida, obtuvo en las legislativas 343 de los 450 escaños que conforman la Duma o Cámara de Diputados, apuntalando de ese modo su intención de ser candidato a la reelección en 2018. Putin, en el poder desde 2000, más allá de la alternancia como primer ministro durante la presidencia de Dmitri Medvédev, celebró la victoria a lo Putin: “Es duro, es difícil, pero la gente sigue votando a Rusia Unida. ¿Qué nos dice esto?”.
Buena pregunta. El resultado de las elecciones del domingo 18 de septiembre de 2016, las primeras desde la anexión de la península de Crimea en 2014, considerada ilegal por la comunidad internacional, supone un espaldarazo para “una política que aún rinde tributo al estatismo de la ex URSS, pero bucea en el liberalismo económico, Putin representa la mano fuerte y el billete seguro, además de ser el restaurador de la dignidad y del nacionalismo perdidos”, relata Hinde Pomeraniec en su libro Rusos, Postales de la era Putin (Tusquets).
Es el mismo que iba a caballo, con el torso desnudo, por las áridas montañas de Tuvá, en la porosa frontera con Mongolia. Es el mismo que, en plan de promocionar un coche amarillo hecho en Rusia, se aventuró al volante con el pie derecho en el acelerador rumbo a la lejana Siberia. Es el mismo que se fotografió pescando, nadando y haciendo una fogata. Y es el mismo que, en una gala benéfica para recaudar fondos destinados a enfermos de cáncer, cantó clásicos norteamericanos como Blueberry Hill y tocó en un piano de cola pasajes de la canción patriótica soviética ¿Dónde comienza la patria?
Otra buena pregunta. La patria de Putin, ex espía de la KGB, abstemio, yudoca, esquiador, tenista, ballenero, cazador, bombero y piloto de avión y de Fórmula 1, comienza en sí mismo durante el intento de golpe de Estado que precipitó entre el 19 y el 21 de agosto de 1991 el final de la Unión Soviética. Un cuarto de siglo y monedas después, el presidente, primer ministro y nuevamente presidente se jacta de haber impuesto el orden tras el descalabro económico de aquellos años. Se jacta ahora de haber ganado las elecciones por un índice de votos superior al previsto por las encuestas a pesar de la recesión por la caída del precio del petróleo.
Putin es un zar sin corona, dispuesto desde que era vicealcalde de San Petersburgo, hace dos décadas, a proteger a millones de rusos que, por la desintegración de las antiguas repúblicas soviéticas, pasaron a vivir en el exterior, como supuestamente ocurrió con Crimea. Entonces, según el historiador británico Timothy Garton Ash, hablaba de völkisch, rusos. Luego pasó a hablar de russkiy mir, el mundo ruso. En ese mundo, Putin decide quién es ruso soslayando la doctrina humanitaria desarrollada por Occidente y consagrada por la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
No por casualidad el 19 de agosto, aniversario del golpe, se inauguró en Simferópol, centro administrativo de Crimea, un monumento de Catalina II, la “emperatriz y autócrata de todas las Rusias” que conquistó la península en 1783. Se trata de una réplica exacta de otro construido en el siglo XIX y sustituido en los tiempos soviéticos por una escultura dedicada a líderes comunistas, empezando por Lenin. La financió una fundación vinculada a Konstantin Maloféiev, oligarca ruso apañado por Putin que resultó clave en la anexión de Crimea. Tampoco es una casualidad que las estatuas de los zares hayan vuelto a estar de moda.
Ni es una casualidad el desinterés general por las elecciones legislativas. Casi la mitad de los rusos no recuerda qué sucedió en 1991, según el Centro Levada, incluido por el Ministerio de Justicia en el registro oficial de organizaciones “que operan como agentes extranjeros” a pesar de ser la encuestadora más confiable del país. El 35 por ciento cree que el golpe fue parte de la lucha por el poder, el 30 por ciento se inclina por verlo como un “acontecimiento trágico” y sólo el ocho por ciento lo percibe como una revolución democrática. La proporción de confusos ha crecido en forma considerable en los últimos años.
Contribuyó a ello la visión sesgada del Kremlin difundida por la televisión, el único medio de información en varios confines de la Rusia profunda, según Pomeraniec. Rusia ha vuelto a ser una potencia tras “el período de humillación y penuria” del gobierno de Boris Yeltsin, insiste la propaganda oficial. Gracias a Putin, el país “ha recobrado el orgullo nacional y ha dejado de estar de rodillas ante el mundo”. Y ha recuperado símbolos, como el águila zarista, más allá de la represión de periodistas díscolos y de la bendición de oligarcas afines. Eso despierta admiración en un país impensable, los Estados Unidos, donde Donald Trump no ahorra elogios: “Putin ha sido líder durante mucho más tiempo que nuestro líder”. Quizá merezca una estatua.
@JorgeEliasInter | @Elinterin
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