Los agujeros negros del planeta
Dos de cada tres refugiados, a razón de uno cada dos segundos, provienen de Siria, Afganistán, Sudán del Sur, Myanmar y Somalia
MADRID – Cuando el físico norteamericano John Wheeler acuñó en 1967 el término agujero negro no pensó en el planeta. Recreó una región finita del espacio en la cual la fuerza de gravedad es tan fuerte que ni la luz puede escapar. Descartó de ese modo otras definiciones frecuentes, como las estrellas oscuras de Michell, las singularidades esféricas de Schwarzschild, las estrellas congeladas de la Unión Soviética y las estrellas colapsadas de los físicos de Occidente. El agujero negro no requiere telescopio en 2018, sino brújula. Está al ras del suelo en Siria, Afganistán, Sudán del Sur, Myanmar y Somalia, cunas de los llamados refugiados.
Los refugiados tratan de hallar cobijo en la prosperidad de Europa o de Estados Unidos. Son mundos imaginarios en los cuales buscan salir de pobres o, en verdad, huir de la violencia. Van primero a países vecinos, como Líbano desde Siria o Uganda desde Sudán del Sur. Algunos se animan a pagar peaje para arribar a un destino mejor. Las mafias de la migración clandestina usan las redes sociales para tentarlos como si fueran agencias de viajes, según la Oficina Europea de Apoyo al Asilo (EASO, en inglés). Los precios van desde 500 hasta 22.000 dólares. Más de 15.000 han muerto o desaparecido en el Mediterráneo desde 2014.
Cada dos segundos, una persona debió abandonar su hogar en 2017, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). Es el número más alto desde que terminó la Segunda Guerra Mundial. En promedio, en un solo año, han sido 44.000 personas desplazadas por día como resultado de la persecución, el conflicto o la violencia. Se trata de un récord de 16,2 millones de personas o, en total, de 68,5 millones, cifra que supera la población de Francia. El 85 por ciento de los refugiados se encuentra en países en desarrollo, como Turquía, Pakistán, Uganda, Líbano y Jordania.
Los barcos no echan anclas frente a las playas de Grecia, punto de partida hacia Alemania, Austria y Hungría, como ocurría en 2015. El cerrojo ha sido cada vez mayor. Italia y Malta han decidido cerrarles las puertas a los que zarpan desde Libia y Estados Unidos archiva solicitudes de asilo. De Siria huyen de la guerra que estalló en 2011 al calor de la fallida Primavera Árabe. De Afganistán huyen del régimen talibán, originado tras la invasión soviética de finales de los setenta. De Sudán del Sur huyen de la guerra civil, iniciada en 2013. De Myanmar huyen los musulmanes rohingyas, discriminados por la mayoría budista. De Somalia huyen de las sequías, de las hambrunas y, también, de la violencia.
Los arribos a Europa han disminuido en forma considerable en los últimos años, sobre todo por el rechazo manifiesto de algunos gobiernos, las presiones políticas y los recelos de gran parte de las sociedades, acicalados por el discurso de la extrema derecha sobre los mayores beneficios para los ajenos que para los propios. Los atentados terroristas, atribuidos a nativos o extranjeros enrolados en Al Qaeda y el Daesh, ISIS o Estado Islámico, también contribuyeron a levantar las murallas. “Hemos fracasado en la defensa de la invasión migrante”, declaró el primer ministro húngaro Viktor Orbán, enemigo de las fronteras abiertas.
Las fronteras se han cerrado cada vez más. El ministro italiano del Interior, Matteo Salvini, selló a cal y canto los puertos para los botes de rescate de organizaciones humanitarias. Lo secundó Malta, país que, como otros, otorga la ciudadanía europea a quienes adquieran una propiedad en su territorio de más de un millón de euros. El ministro del Interior de Alemania, Horst Seehofer, amenazó a la canciller Angela Merkel con devolver a los refugiados a sus lugares de origen. A esos agujeros negros terrestes en los cuales la situación es tan grave que ni la luz puede escapar.
Twitter: @JorgeEliasInter | @Elinterin
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