Hoy hay que hacer cola para entrar al legendario Café Tortoni. Es que los brasileños se sientan gustosos en esas mesas que nunca preguntan. Los alemanes perciben que la emoción se hace humo sobre los pocillos de café. Y los japoneses sacan fotos a un pedazo grande de la historia de Buenos Aires mientras las cucharitas chocan los cinco de la nostalgia.
 
Que bueno sería tener la magia de Serrat para convocar a los fantasmas del Tortoni como el hizo con los del Roxy. Que se tomen un cortado con nosotros. Que le pidan al mozo una medialuna de grasa. Le confieso que me gustaría saber bailar un tango bien arrabalero para que se transforme en la danza ritual que convoque a los fantasmas del Tortoni que crecieron aquí, a la vuelta de la radio, en los últimos 154 años.

¿Sabe de quien le hablo? Primero del número uno. De Gardel. De su voz que acaricia, de su figura engominada. ¿O no le gustaría amigo oyente que don Carlos Gardel nos cantara aquellas canciones que cantó y que rebotaron en estas mismas paredes cargadas de gloria?
Y si Gardel se anima y vuelve, y si se atreve y hace punta, el resto será más fácil. No habrá tanguero que se resista. Vendrá don Benito Quinquela Martín con su paleta mágica de colores, hoy más azules y amarillos que nunca, trayendo los sudores canyengues del puerto. En el subsuelo de la patria literaria formarán otra vez aquella peña y leerán sus escritos Baldomero Fernández Moreno, Carlos de la Púa y Raúl González Tuñón, entre otros duendes cachafaces. Y vendrá Homero Expósito y Cadícamo y Horacio Ferrer saltará al primer piso con su academia.

Baldomero recitará su poema a su padre muerto que también venía al Tortoni después de la esforzada jornada de trabajo a fumarse un habano perfumado y a escuchar unos tangos. Y llenarán el aire de recuerdos. Nos contarán cuando Juan de Dios Filiberto, enojado con otro parroquiano que no hablaba bien de Almafuerte, hizo el ademán de sacar el facón de entre las ropas y se armó un revuelo de aquellos. Guapos y ochavas, con aceros brillantes como en una coreografía digna de Carriego o de Borges, floreciendo en su gran Jacinto Chiclana. ¿Sabía usted que Borges también saboreó sus penas en estas mesas? Gardel, Borges. ¿Qué más quiere? ¿Atahualpa? Si señora oyente. Atahualpa Yupanqui también estuvo aquí, cantando en el tablado de la bodega. Y Ernesto Sabato y Julián Centeya.

Si nos juntamos todos, seguro que viene el Polaco Goyeneche y nos alucina con su garganta con arena. Y escuchamos la militancia de don Osvaldo Pugliese tramando con Tuñón alguna acción solidaria con los republicanos y con Federico García Lorca que bien se merecía ocupar la mesa que dá contra la ventana. Si estaba Federico se aparecía Miguel de Molina y tantos queridos exiliados que la Guerra Civil Española tiró para este lado. Me gustaría ser una mezcla de Héctor Negro con Eladia y decirle al “viejo Tortoni de entonces, que en tu color están Quinquela y el poema de Tuñón y el tango aquél de Filiberto, como vos no ha muerto, vive sin decir adiós”. Pero nada será posible si no viene Alfonsina. Si no resucita de sus profundos ojos verdes como el mar. Si no trae su risa loca, su cabello color ceniza. Alfonsina Storni era la reina del Tortoni y sin ella nada sería igual. No existirían estas catacumbas de la cultura. Ni nos hubiésemos enterados que poemas nuevos vino a buscar.

Aguante el viejo café Tortoni. Artistas e intelectuales durante 154 años. Lola Membrives, Paulina Singerman, Ortega y Gasset, Roberto Arlt y los extranjeros que se fueron maravillados con tanta belleza, como Josephine Baker o el mismísimo rey de España, Juan Carlos de Borbón que rezó por Lorca al lado de una ginebra y de Luigi Pirandello en este primer café teatro de Buenos Aires. ¿Cuántos poemas se habrán escrito? ¿Cuántos amores habrán nacido y se habrán quebrado en medio del concubinado de Avenida de Mayo y Rivadavia.? Que vivan estos cafes de Buenos Aires que nos permiten mostrarnos y ocultarnos. Paladear de nuestra compañía o de la soledad. De la trampa y la tertulia. El café es la continuidad urbana del fogón donde la guitarra y el mate salían a dar la vuelta.

Hoy estos cafes son la trinchera de resistencia frente a la avalancha del plástico, el vacío y el mundo líquido. Es un lugar de identidad, de pertenencia. En el barrio querido o en el centro que deslumbra. Sus ventanales son como barricadas virtuales contra los shoppings, es decir contra los no lugares de los 90. Aquí, en el café hay sinceridad e hipocresía. Murmullo amoroso y exaltación política. Hay dados, billar, en un mundo opuesto a la comida chatarra. Aquí en el bar hay miradas que lo dicen todo.

Cara a cara. Las cosas no se mandan a decir por mensajito de texto. En estas mesas se mira a las muchachas directamente a los ojos. O se espía sus escotes. No hay charlas de bajas calorías. Aquí en el Tortoni se han hecho carreras universitarias enteras, largas notas para diarios, varias revoluciones proletarias, citas de amantes furtivos, se han escrito miles de libros y se formaron tantas selecciones nacionales como en cualquier bar de la Argentina.

Aquí venía caminando desde la Casa Rosada el presidente Marcelo T de Alvear con su esposa Regina. Escuchaba con sus propios oídos las protestas de poetas que llamaban a las cosas por su nombre como Nicolas Olivari.

Si usted me permite, ahora que ya están todos los fantasmas podemos pegar el grito:
-¡Marchen cuatro cafés para la mesa tres…que sean cinco y uno mitad y mitad. Y una lágrima para la señorita, por favor. Ella es la memoria ciudadana. Ellos son nuestros fantasmas que resisten.