Los muchachos trumpistas
Los trumpistas crearon un movimiento dentro del Partido Republicano, algo inusual en la política de Estados Unidos
Menudo berrinche montó Donald Trump, obstinado en no concederle la victoria a Joe Biden y en insistir en las denuncias de fraude en las elecciones. La purga en la Casa Blanca empezó con el jefe del Pentágono, Mark Esper, fired (despedido) por no haber enviado tropas para contener los disturbios contra la brutalidad policial tras el asesinado de George Floyd, y continuó con el director de la Agencia de Seguridad de Infraestructura y Ciberseguridad, Christopher Krebs, en el cadalso por haber opinado que las elecciones resultaron ser “las más seguras en la historia de Estados Unidos".
El zafarrancho incluyó la reducción de las fuerzas militares de 4.500 a 2.500 en Afganistán y de 3.000 a 2.500 en Irak a pesar de los reparos de los militares. Una desescalada a la cual se oponía el exsecretario Esper, de modo de preservar la seguridad en ambos países tras las guerras que declaró George W. Bush en respuesta a la voladura de las Torres Gemelas. Si el lema en Argentina era “ni yanquis ni marxistas, peronistas”, en Estados Unidos pasó a ser “ni republicanos ni demócratas, trumpistas”. Nada que envidiarles a otros movimientos afines, fabricantes de la verdad. De su verdad.
Trump carga una mochila pesada: cinco demandas e investigaciones criminales. Para el Día de Acción de Gracias, el presidente de Estados Unidos suele indultar a un pavo. Quizás aproveche la ocasión, el 26 de noviembre, para indultarse a sí mismo. En 2018 aseguró que tenía el derecho de hacerlo. Lo intentó sin éxito Richard Nixon, el único que se vio obligado a renunciar. En su caso, por el escándalo Watergate, en 1974. No pudo dictarse el perdón. Necesitó la ayuda de su sucesor, el vicepresidente Gerald Ford. Eran del mismo palo, el republicano. ¿Le tocará ahora a Mike Pence? Dudoso.
En su pataleo, Trump le retacea información de inteligencia a Biden. Actúa como en las presidenciales anteriores, también signadas por la polarización. En 2016, aunque haya sido el ganador, tildó de engañoso el voto popular de su rival demócrata, Hillary Clinton, tres millones superior al suyo. En comicios indirectos no cuenta ese caudal, sino el de los miembros del Colegio Electoral. Biden ganó ahora el voto popular y el electoral, pero Trump sumó seis millones de sufragios en cuatro años. Ambos resultaron ser los candidatos más votados de la historia en elecciones atípicas, cercadas por la pandemia, con un récord de participación.
Rareza dentro de otra rareza. El sufijo ismo, trumpismo, antes usado en forma peyorativa contra Bill Clinton, clintonismo, se apoderó del léxico político norteamericano. Algo inusual. Desde 1852, todos los presidentes han sido demócratas o republicanos y los ciudadanos se identificaban con los partidos. Trump capitalizó el desencanto de la ciudadanía, la fatiga democrática y la uberización de la política. Era aquello que amenazaba degradar la esencia de los republicanos. Sarah Palin, abanderada del Tea Party o Motín del Té, estrenó sin suerte el discurso hiriente y divisivo como candidata a vicepresidenta en 2008.
El populismo, hijo dilecto del rencor, nace “de la constante estigmatización, que no es más que el claro ejemplo de la pervivencia de una lucha de clases y de la enfermedad de una democracia que, lejos de aceptar su pluralismo inherente, utiliza el desprestigio para rechazar aquellas ideas que son contrarias a las de la élite dominante”, enhebra la académica francesa Chantal Delsol en su libro Populismos, una defensa de lo indefendible (Ariel, 2015). La elite dominante, a los ojos de Trump, reside en Washington y Biden, como Barack Obama y Hillary, pertenece a la casta del establishment.
La misma palabra, casta, era usada cual latiguillo por Pablo Iglesias, vicepresidente segundo del gobierno de España y líder del partido de izquierda Unidas Podemos, para alzar el puño contra el Partido Popular (PP) y sus actuales socios del Partido Socialista Obrero Español (PSOE). Trump está en las antípodas ideológicas, pero entre bueyes no hay cornadas. En América latina, según el historiador mexicano Enrique Krauze, el populismo abrevó tanto en Juan Domingo Perón, admirador de Benito Mussolini, como en Hugo Chávez, devoto de Fidel Castro.
La clave radica en fijar el límite entre nosotros y los otros; exaltar la figura del líder; abusar de la palabra y, en lo posible, adueñarse de ella; utilizar discrecionalmente fondos públicos en beneficio propio; repartir la riqueza con fines políticos; alentar el odio de clases; movilizar en forma permanente a los grupos sociales; fustigar por sistema al enemigo externo; despreciar el orden legal, y minar, dominar y, en última instancia, domar a las instituciones de la democracia liberal. Una receta infalible, probada por varios autócratas contemporáneos, que no requiere como condimento la supresión de derechos.
Pruebas al canto, Trump obtuvo 73 millones y medio de votos. ¿Fueron propios o republicanos en una elección con aroma a referéndum? Ni la crisis sanitaria ni la incertidumbre económica ni los disturbios raciales provocaron un vuelco masivo hacia Biden. El trumpismo obtuvo dividendos entre blancos sin títulos universitarios, negros no identificados con el colectivo Black Lives Matter, hispanos conformes con su dureza con Cuba y Venezuela, y ciudadanos encandilados con la guerra comercial y tecnológica con China, las sanciones contra Irán y el ajuste de clavijas con aliados como la Unión Europea.
Una mayoría conservadora multiétnica de clase media reemplazó dentro del Partido Republicano a la vieja guardia blanca, según The New York Times. Trump es la solución y el problema. La solución por el aporte de votos, sobre todo en el Congreso. El problema por su prontuario. Al Capone fue a prisión por evasión de impuestos. De ser cierto que Trump pagó apenas 750 dólares sobre la renta en 2016 y 2017 y eludió otros impuestos durante una década, todo cuadra: desde su pretensión de aferrarse al poder, de modo de lograr que prescriban las causas, hasta la designación exprés de una jueza afín en la Corte Suprema, Amy Coney Barrett. Su carta en la manga de llegar a esa instancia.
Game over? No prosperan las demandas por supuesto fraude en Estados clave. Hasta el 20 de enero al mediodía, Trump tiene plazo para seguir jugando el juego que mejor juega y que más le gusta en la Casa Blanca: crear confusión. Una estrategia para atesorar su base electoral y, a los 78 años, la edad de Biden, ser candidato presidencial en 2024. ¿Puede serlo? Lo habilita la vigésima segunda enmienda de la Constitución. Sólo un presidente sirvió en dos períodos no consecutivos: Grover Cleveland, entre 1885 y 1889 y entre 1893 y 1897. Un precedente ineluctable, más allá de que haya sido demócrata. Dato menor para el trumpismo.
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