Hace 11 años, cuando recibí la primera versión del libro “Mamá” de Jorge Fernández Díaz, le mandé el siguiente comentario:

Querido, admirado y (sanamente) envidiado Jorge:

Escribiste un libro de puta madre. Un librazo que sería una injusticia que no puedan leer todos los descendientes de todas las marías de los escalones que existan en el mundo. Desde Asturias hasta Polonia pasando por Neuquén.

Yo soy uno de esos descendientes y me siento un privilegiado por haber podido llorar y reír con esos textos. En ese libro hay emoción y talento. Y la posibilidad de reconocerse en muchos de sus párrafos. Es que todos somos tan iguales...

Y encima, como valor agregado, además de una profunda radiografía de las familias inmigrantes con radioteatro incluido aparece una aproximación exquisita a la historia de nuestra bendita Argentina de las últimas décadas.

Por eso creo (tal como te lo anticipé por teléfono) que escribiste un gran libro y además una película (mezcla de Almodovar y Campanella ) y un culebrón televisivo de moderna nostalgia capaz de paralizar a la Argentina con sus amores y sus dolores. Es un libro del tipo pasión de multitudes. Profundo y sencillo. Sabio y al alcance de mi vieja.

En estos momentos de tantas angustias y de tantas inseguridades solo hay un puñado de cosas para refugiarnos. La identidad es la principal trinchera que tenemos. Igual que la familia y los afectos.

Leí y sentí la misma vergüenza de ser pobre que vos sentiste. Recordé una noche de verano con olor a espiral contra los mosquitos. La parra se caía de uvas dulzonas cuando la farmacia era casi una botica. Era Reyes. Yo había pedido una bici y los reyes cumplieron. Pero la bici que trajeron mis viejos en sus camellos no era nueva. Era (muy) usada. Tanto que era la bicicleta que mi viejo había usado cuando era chico. Una bici con más de 30 años de antigüedad. ¿Te imaginas cuando la vi? Estaba mas o menos repintada y con cubiertas nuevas para disimular sus arrugas. Un lifting que hizo por dos mangos don Trovato el dueño de la bicicleteria de San Vicente un barrio de curtiembres con aromas similares a los de Mataderos. ¿Sabés lo que hice? Era un pibe y me hice el boludo. Sobreactué mi alegría para que mis viejos no se sintieran mal por no poderme comprar una bicicleta nueva como el Yiyi , el hijo del doctor Oliva que vivía a media cuadra y que fue el primer chico del barrio que tuvo un televisor Ranser mas grande que un toro y con olor a lamparitas calientes. Les hice creer a mis viejos que me había tragado la píldora. Que la trampita piadosa les había salido bien.

Pero a la noche lloré como loco por ser pobre. Y lloré contra la almohada para que ellos no me escucharan.

Era otra Argentina. Mis viejos se quebraban la espalda laburando como burros. Día y noche. Sin empleados. Baldeando el piso y arrodillados rasqueteando la mugre por la madrugada, en batón, ojotas y pijama. Pero progresaban. Mi hermana y yo íbamos a la escuela para el orgullo de ellos. Jamás olvidaré que mi Papá estudio en la universidad y se recibió de farmacéutico a escondidas de mis abuelos. Ellos pensaban que leer libros era perder el tiempo y que la vida era solo trabajo. En aquel barrio orillero a mi viejo, los vecinos del conventillo, le decían Mayor, como deformación del "Meyer" con que mi abuela polaca y judía pobre lo llamaba.

Mayor era hijo de Samuel y Rosa de Polonia. Eran panaderos que vendían sus sabrosas facturas pintadas con brocha gorda y huevo en las plazas. Un día cruzando la calle mi zeide Samuel perdió estabilidad por el peso brutal de las gigantescas canastas con pan y medialunas que llevaba en cada brazo y con el empujón que le dio una motocicleta al chocarlo, se cayó y quedó muerto en un instante. Con su cabeza pelada como la mía y la de mi viejo reventada contra el cordón de la vereda. Nunca vi a nadie llorar con tanto dolor como cuando a mi viejo se le murió su viejo.

Aquel zeide también tenía una fuerza taurina como la de nuestros padres, Marcial y Mayor. Me cagaba a cintazos si hacía quilombo a la siesta y sus manos gigantes y callosas me inspiraban el respeto que hoy todavía le tengo al trabajo, al esfuerzo y al sacrificio. Esos hombres me enseñaron que solo se avanza sufriendo. Y creo que tenían razón hasta que apareció Freud. Ignoraban el intelecto y por eso le temían y parecían ignorantes.

Dedicarse a leer y escribir era cosa de vagos. Era demasiado fácil. Y la verdad es que nosotros ya sabemos que ser periodista es mejor que trabajar. Pero aprendimos la lección más importante. La de apretar los dientes y meterle para adelante con la fuerza y la ceguera de un arado. Nunca un franco, como tu viejo, Marcial cuando era mozo de bar en el legendario Abecé y le decían: “un Gancia y dos cortados para la cuatro, gallego”.

En realidad creo que vos y yo Jorge tenemos la potencia de nuestros viejos pero desarrollamos la vocación de nuestras madres. Tanto Carmen y Esther podrían haber sido grandes periodistas. ¿O ya lo son?

Asturianos, judíos, inmigrantes, todos saben de morriñas, rezos, destierros y discriminaciones como puñales.

Me rebeló descubrirte perseguido en el colegio por gordo y por débil con el único escudo del judo y la fé.

Te deseo que la vida te condene a ser cada vez más feliz ejercitando esa "laboriosa forma de la clandestinidad" porque la gran literatura te espera. Contá con este amigo del que no te tenes que cuidar. Seguí escribiendo películas sabatinas que se te ocurren para que tu vieja las lea. Creo que somos de una madera que no se va a ahogar nunca en el Cántabrico pero mil veces en un vaso de agua.

Porque vamos a buscar nuestro destino en miles de lugares hasta comprender como dice "la Sole" que estaba donde nací lo que buscaba por ahí. En Palermo. Cerca de tu mama, de esa Carmen que quiebra psiquiatras y las deja hechas piltrafas de tanto llorar sus lágrimas lacanianas.

Cerca de mujeres como ella, de sangre asturiana, que nunca pagan con la misma moneda y que tienen el destino samaritano de la solidaridad. A Dios gracias...y gracias por tu “Mamá” que es la mamá de todos.
Alfredo, tu amigo que solo tiene tres certezas: soy padre, cordobés y periodista.