Miedos compartidos
La patética imagen del niño sirio que apareció ahogado en una playa de Turquía despertó conciencias en Europa y desató una fenomenal ola de solidaridad con los migrantes, pero no eliminó los prejuicios
Durante el verano boreal, el aluvión de migrantes que ingresó en Europa superó todas las previsiones. En las islas griegas, los turistas se quejaban de pasar las vacaciones en medio de campos de refugiados. En Francia acampaban cerca de Calais para cruzar el Canal de la Mancha rumbo al Reino Unido, renuente a recibirlos. En Alemania, la atmósfera cosmopolita de grandes ciudades como Berlín, Hamburgo, Múnich y Colonia se vio alterada por ataques con cócteles Molotov contra albergues de refugiados. Sólo en julio y agosto de 2015 hubo 131 incidentes de esa magnitud, según la policía alemana, así como agresiones verbales y físicas contra los extranjeros.
¿Pudo haber cambiado esa actitud hostil, alentada por grupos nazis y de extrema derecha, la tremenda foto del niño sirio que apareció ahogado en una playa de Turquía mientras intentaba ir con su familia a Grecia? El cuerpo inerte de Aylan Kurdi despertó una ola de indignación y de solidaridad que, después de cuatro años de guerra en Siria y de otras tantas calamidades en Irak, Afganistán, Somalia, Libia, Eritrea, la República Central Africana, Sudán del Sur, Nigeria, la República Democrática del Congo y Myanmar, entre otros países, pareció provocar un vuelco en el visceral rechazo al otro, al diferente, no sólo en Europa, sino en todo el mundo.
Gracias a un mártir de apenas tres años de edad, fallecido en el naufragio al igual que su hermano, de cinco, y su madre, los líderes europeos se espabilaron. La atroz realidad, con 2.500 muertos entre enero y agosto de 2015, viene golpeando sus costas desde hace tiempo. ¿Cuánto durará la generosidad de la mayoría de los gobiernos, no de todos, frente a las crisis irresueltas de sus países y la prédica xenófoba de parte de la población? "Para ver claro, basta con cambiar la dirección de la mirada", decía Antonie de Saint-Exupery. Nada abruma más al migrante que el desprecio. Europa es una tierra extraña e idealizada para aquellos que huyen del horror.
Las sociedades, no sólo la europea, suelen hacer invisibles las tragedias ajenas hasta que reciben una bofetada a su indiferencia con la imagen patética de una vida que, como miles, pudo haber sido salvada. El miedo a ser ignorados, si no expulsados, cala los huesos de los migrantes. Si nadie los veía, ¿existían? Países no europeos como el Líbano, Jordania, Etiopía y Pakistán, limítrofes con aquellos que se encuentran en conflicto, han asistido a migrantes con un costo considerable y sin suficiente ayuda internacional. En Jordania, el apoyo a un refugiado cuesta 3.000 euros por año. En Alemania asciende a 12.000.
La rutina de miles de personas desesperadas que arriesgan sus vidas para cruzar el Mediterráneo o los Balcanes, conducidas por mafias, tapó el bosque. Nadie reparó hasta ahora en los infiernos que se viven en países con gobiernos represivos como el sirio o el eritreo ni en los asedios del Estado Islámico (EI) en Irak y Siria, de Al-Shabab en Somalia y de Boko Haram en Nigeria. Esa parte de la tragedia, detonante del escape, queda en la playa si logran alcanzarla. Una vez en ella, sin tiempo para celebrarlo, cobra vida el temor al maltrato y la deportación. En el caso de Europa no se trata de una cuestión económica, sino política.
Si la población europea ronda los 500 millones de personas, ¿cuánto puede demandar el asilo de las 340.000 que se lanzaron al mar en 2015? Es menos del uno por ciento de la cantidad de habitantes de un continente que, por si fuera poco, necesita remozarse si no quiere ser un asilo de ancianos. En los Estados Unidos, aguijoneado por la prédica xenófoba del precandidato presidencial republicano Donald Trump, viven 11 millones de indocumentados, algo así como el 3,5 por ciento de su población. Es más del doble de los extranjeros que residen en Europa. La mayoría de los norteamericanos coincide en que su estatus legal debe ser regularizado.
En Europa, políticos como Marine Le Pen en Francia, Geert Wilders en Holanda, Matteo Salvini de Italia y Milos Zeman en la República Checa, así como el partido UKIP en Gran Bretaña, aprovechan la crisis de los refugiados para sembrar miedos. El miedo a la pérdida de puestos de trabajo (falso). El miedo a la degradación de la cultura (falso). El miedo al aumento de la delincuencia (falso). El miedo al auge de la religión musulmana (falso, aunque Polonia, Bulgaria y Eslovaquia prefieran acoger refugiados cristianos). El miedo al otro, que, a su vez, también siente miedo. El mismo miedo que sintieron los europeos cuando se aventuraron a tierras extrañas e idealizadas, en el siglo XX, corridos por las guerras y las hambrunas.
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