Hoy los portales desbordan de información sobre esta banda de narcos que traficaba millones en ketamina y cocaína entre otras drogas, bajo la fachada de una empresa de viajes para egresados. Hoy se sabe que hubo un nuevo ataque al gobernador Bonfatti a través de una amenaza a la jueza que investiga el atentado a su casa. Pero hay algo que no puedo dejar de comentarle.

Podría tomar prestado el título de la magistral obra de Ibsen para decir que estamos ante “un enemigo del pueblo”. El mayor enemigo, el más peligroso, el más letal, diría yo. Le quiero leer el título del diario Democracia de Junín para que usted sepa de qué le estoy hablando. Dice así: “Aparecen los primeros pacientes por consumo de paco”.
 
El sábado 12 de octubre esa fue la información de tapa certificada por Graciela Crupi, la coordinadora del Centro de Prevención Asistencial de la ciudad.

Esta noticia nefasta todavía no adquirió relevancia nacional. Según mi humilde opinión, nadie le dio la verdadera importancia que tiene. Muchas veces hemos hablado sobre y contra el paco.

Esa droga que dinamita la cabeza de los jóvenes y los convierte en espectros en seis meses. No me canso de advertir que estamos ante un flagelo feroz que es una bomba de fragmentación que explota en el corazón de los argentinos más pobres. Hasta ahora, esa pasta base asesina era consumida en los conurbanos de los grandes centros urbanos.

A las espaldas de las ciudades podía verse en las esquinas a jóvenes que no trabajan ni estudian encadenados al paco, esa droga que tiene nombre de un amigo, como si se llamara Francisco, y como le dije, es el peor enemigo del pueblo. Ya era un drama digno de ser atacado desde todos los costados, en forma multidisciplinaria y multipartidaria, casi como una razón de estado. Ya era uno de los principales motivos del aumento de la criminalidad y los delitos más crueles y sanguinarios. La razón es muy simple.

Para esos muchachos sin futuro ni presente, su vida no vale nada. Pende de un hilo. Están siempre al borde de la tumba. Y si su propia vida no vale nada, se pueden imaginar lo que vale la vida de los demás. La vida de un semejante que tiene la desgracia de cruzar por esa esquina para ir al supermercado justo cuando los muchachos están tirados, sin un peso partido al medio y con síndrome de abstinencia. Son capaces de hacer cualquier cosa por una dosis de Paco y lo hacen.
 
La triste novedad es que en lugar de ir desapareciendo, su consumo está aumentando y como vemos en Junín, ahora empieza a merodear ese fantasma en las ciudades del interior. Es un fenómeno terrible que no está limitado al Conurbano. Se expande como una mancha da aceite. Hay que encender todas las luces de alerta y combatirlo con toda la fuerza y la inteligencia del estado. Sin distinción de camisetas partidarias hay que construir un organismo que se dedique a coordinar las fuerzas policiales con la justicia y con los ministerios de Desarrollo Social, Educación y Trabajo. Porque hay que meter en la cárcel a los traficantes que lucran con la vida de nuestros jóvenes y hay que meter en las escuelas, los trabajos genuinos y los centros de rehabilitación a quienes son víctimas de este criminal llamado Paco.

No es casual que en la década ganada hayan aumentado en un 800% los homicidios en los barrios más humildes del Conurbano. El carácter destructor de los lazos sociales de la droga es por la pelea entre los “transas”, los que comercian ese veneno. En medio de esas batallas por quien se queda con la comisión de las ventas o en que lugar distribuye cada uno, es que se producen la mayor cantidad de tiroteos y muertes con armas de fuego. El transa se juega la vida y se siente con derecho a hacer justicia por mano propia si un cliente no le paga lo que le debe o si su proveedor cree que se quedó con parte de su ganancia.

Esa droga destruye toda convivencia entre vecinos. Despierta odios, envidias, sospechas. Por eso se sienten con derecho a todo. A ejecutar de un balazo en la cabeza a un presunto buchón o a incendiar la casa de un presunto violador.

El ajuste de cuentas es algo cotidiano. Lo saben los curas villeros que todas las noches escuchan tiros y todas las mañanas tienen que llevar al cementerio a algún habitante de la villa. Es un verdadero genocidio silencioso. Hay que matar la droga antes de que la droga nos mate a nosotros. Otra vez, le digo lo mismo que ayer: no permitamos que nuestra democracia se convierta en narcocracia. Es por el bien de todos, pero sobre todo de nuestros hijos.