Susana Giménez recibió en su programa a Karina Jelinek, una de las figuras más buscadas de los últimos tiempos. Definir en esos términos a Karina Jelinek es una de las paradojas de la televisión actual. La niña se ha hecho famosa exclusivamente por su impactante belleza y por su estilo, una cierta distancia del contorno de las cosas que la gente tiende a llamar estupidez. Ahora, para delicia de buena parte de la prensa, quedó involucrada en un asunto de ribetes delictivos.

Susana Giménez, por su parte, una mujer amada por el público de un modo indeleble, tiene su propia fama como entrevistadora: un día Charly García le tiró por el aire la hoja donde tenía anotadas todas las preguntas. Ella tiene lo suyo: cultiva su sonrisa hechicera y su eterno candor juvenil, siempre sorprendida, como si en el fondo no terminara de comprender lo que pasa.

Pero tal como quedó demostrado en esa entrevista reciente, ni Karina Jelinek es una estúpida ni Susana Giménez está distraída. Lejos de mostrarse condescendiente, Susana presionó a Jelinek para que dijera algo jugoso acerca de su marido, el hombre imputado. Pero chocó cada vez contra un discurso tan sólido que provocó, por primera vez que yo recuerde, la repregunta en Susana y hasta un dejo de fastidio.

El discurso de Jelinek era de hierro: como soy una estúpida (“las mujeres cuando nos enamoramos nos volvemos boludas”) no sé si mi marido hizo algo malo. Él no me cuenta todo. Pero aun en medio de la tormenta permanezo a su lado. Creo en la justicia. Todo se va a resolver. Soy un amor.

No hay muchas estúpidas capaces de sentarse en el living de Susana Giménez y enfrentar el embate con semejante pericia. Y a Susana, por una vez, se le notaba todo lo que pensaba. Fue un gran momento de la televisión.