En apariencia, la académica francesa Chantal Delsol dispara a quemarropa contra el populismo en su libro Populismos, una defensa de lo indefendible (Ariel, 2015): “Es, en primer lugar, un insulto” porque representa a “partidos o movimientos políticos que se considera que están compuestos por gente idiota, imbécil o incluso tarada”. Luego desgrana el resentimiento de los primeros tiranos griegos, hijos de esclavos, carniceros, alfareros y arrieros. Y páginas después justifica el odio que suscita el populismo entre “nosotros y los otros”, así como la provocación y la mala educación al soltar a gritos aquello que, según ella, muchos piensan y callan.
El populismo, sea de derecha o de izquierda, nace del rencor. O, en palabras de Delsol en plan de defenderlo, “de la constante estigmatización, que no es más que el claro ejemplo de la pervivencia de una lucha de clases y de la enfermedad de una democracia que, lejos de aceptar su pluralismo inherente, utiliza el desprestigio para rechazar aquellas ideas que son contrarias a las de la élite dominante”. Por eso, según el escritor mexicano Enrique Krauze, derechas e izquierdas pueden adjudicarse la paternidad del populismo, encarnado en América latina en Perón, admirador de Benito Mussolini, y en Chávez, devoto de Fidel Castro.
Los extremos se juntan. No por nada populismo, socialismo, fascismo, racismo, feminismo, comunismo, capitalismo y terrorismo resultaron ser algunas de las palabras más buscadas en 2015 en el diccionario Merriam-Webster, razón por la cual el sufijo ismo, pequeño pero poderoso, se convirtió en la palabra del año. Le debe el galardón al interés que despertaron expresiones del populismo de derecha, como el Frente Nacional de Marine Le Pen en Francia y el precandidato presidencial republicano Donald Trump en los Estados Unidos, y de izquierda, como Syriza en Grecia, Podemos en España y el líder del laborismo británico, Jeremy Corbyn.
De ismos está llena la política argentina, observa el filósofo Tomás Abraham: “No existe el bacheletismo en Chile. Tampoco el laguismo ni el freísmo. No conocemos el tabareísmo o el pepismo uruguayo. Nadie nos ha hablado del lulismo paulista. Claro, existe el chavismo y el castrismo, hasta el pinochetismo, pero nosotros tenemos a todos los ismos. Somos acreedores de esta singularidad que nos permite el amplio espectro que lanza al mundo de la política al kirchnerismo, el duhaldismo, el menemismo, el cobismo, el delaurrismo, el cristinismo, el alfonsinismo, el macrismo”.
El populismo, dice Krauze, exalta al líder carismático; no sólo usa y abusa de la palabra, sino que también se apodera de ella; fabrica la verdad; utiliza de modo discrecional los fondos públicos; reparte directamente la riqueza; alienta el odio de clases; moviliza en forma permanente a los grupos sociales; fustiga por sistema al enemigo exterior; desprecia el orden legal, y mina, domina y, en última instancia, domestica o cancela las instituciones de la democracia liberal. No reivindica la supresión de la democracia ni la amenaza si obtiene el poder, apunta Delsol, pero, agrego yo, siempre transita el abismo. Casualmente, rima con él.
 
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