Mike Pence mostró más cintura política que espalda ancha. En Argentina, una de las paradas de su gira por América latina, el vicepresidente de Estados Unidos zafó como pudo de una pregunta tan incómoda como recurrente. La pregunta giró sobre la verosimilitud de “la opción militar” contra Venezuela, lanzada en forma sorpresiva por Donald Trump. Tan inesperada fue la amenaza de Trump que Pence, con un pie en el avión, debió prepararse para descafeinarla y convenir con sus anfitriones en la necesidad de “una solución pacífica”, más allá de las sanciones políticas, jurídicas y económicas contra los jerarcas bolivarianos.

El ultimátum de Trump contra Nicolás Maduro resultó ser más vago, pero no menos contundente, que la promesa de “una furia y un fuego jamás vistos en el mundo” contra Corea del Norte si su líder, Kim Jong-un, insiste en realizar pruebas nucleares. El presidente de China, Xi Jinping, alarmado, le pidió por teléfono a Trump que se ahorrara “palabras y actos” que pudieran “exacerbar” los ánimos en la península coreana. También lo llamó el presidente de Francia, Emmanuel Macron, preocupado por su retórica bélica. La moderación era la consigna hasta que se despachó con otra solución militar. La de Venezuela.

Los gobiernos involucrados en hallar una salida pacífica en los dominios de Maduro no podían dar crédito al exabrupto de Trump. Habían sido prudentes. La mera sospecha de una intervención directa de Estados Unidos en Venezuela podía alentar los fantasmas que habían evitado. Los del imperialismo puro y duro, al estilo del respaldo de la CIA a los militares chilenos para la caída del presidente Salvador Allende en 1973. O, peor aún, los del golpe efímero contra Hugo Chávez en 2002, convalidado por la satisfacción de la oposición venezolana y el silencio del gobierno de George W. Bush.

Como si se tratara del juego del policía bueno y el policía malo, Pence quiso pegar las piezas del jarrón roto. Habló de “una solución pacífica” para Venezuela. También soltó al pasar, en compañía del presidente Mauricio Macri, que su jefe “dice lo que piensa y hace lo que dice”. De ser cierto, Kim es “un joven astuto” que supo imponerse a los generales norcoreanos, el dictador egipcio Abdel Fatah al Sisi es un “gran tipo”, el presidente turco Recep Erdogan es un “buen amigo” a pesar de las purgas contra los opositores y su par filipino Rodrigo Duterte, obsesionado en matar drogadictos, está haciendo un “magnífico trabajo”.

De Maduro no dijo nada bueno, pero le hizo un enorme favor con su intimidación. Doce gobiernos de la región habían coincidido en Lima en condenar a Venezuela por haber dejado de ser una democracia. Era un avance diplomático de magnitud frente a la lógica reticencia a vulnerar su soberanía. Trump destrozó en un pispás el delicado equilibrio en el cual habían alentado al diálogo entre las partes en conflicto. Maduro, como Kim, se dio un baño de masas. Pence procuró atenuar el impacto de la “opción militar”. Misión imposible, o casi, frente a la reacción de Maduro. Ordenó ejercicios militares frente a la virtual invasión de los marines.

Trump dice en promedio 4,6 mentiras por día, según The Washington Post. Eso no significa que todas sus afirmaciones sean falsas, como los elogios a déspotas y monarcas que no respetan los derechos humanos o la defensa de neonazis y el Ku Klux Klan tras los incidentes racistas de Charlottesville, Virginia. Otro contrapunto con Pence. Decir lo que piensa y hacer lo que dice, como subrayó, no suele ser lo mejor si uno no domina el terreno. En este caso, el militar. Trump no consultó a los generales antes de declararles la guerra en estéreo a Corea del Norte y a Venezuela. De cumplir con su palabra, lo malo nunca es bueno hasta que lo peor sucede.

Publicado en Télam

Jorge Elías

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