Hay cierto tipo de película que trato de evitar, porque he llegado al borde de mi umbral de sufrimiento. Tras décadas de padecer en el cine por el horror inagotable de las guerras, con las imágenes del Holocausto grabadas a fuego, más las batallas propias, los asesinatos y las torturas, la marginalidad extrema, la locura y la miseria, reconozco que soy débil.

Tal vez sea una forma de traición a la sensibilidad social y a la corrección política, pero si puedo elegir prefiero las comedias y los policiales. Amo el cine norteamericano, y no precisamente el de Woody Allen. Amo a James Cameron y a Ben Stiller, muero por Robert Downey Jr, por Tommy Lee Jones y sí, también por Arnold Schwarzenegger.

Pero como hago una columna de espectáculos es mi trabajo ver todas las películas que pueda, y esta semana vi “Tres hermanos, tres destinos”, un film argelino (en coproducción con Francia e Italia) de Rachid Bouchareb, que fue candidata al Oscar como mejor película en idioma extranjero. Es exactamente el tipo de película que trato de evitar.

Pero una vez que comenzó quedé conmocionada y desgarrada desde la escena uno. Año 1925, una familia es despojada de su tierra y arrojada a la miseria. Ahora no tienen nada, no tienen a nadie. El padre es asesinado en una revuelta –una masacre- y los hermanos se separan. Veinte años más tarde uno de ellos es soldado en la guerra de Indochina, otro está preso por sus ideas y el menor, en París, se gana la vida en los arrabales con la prostitución y el boxeo.

La película muestra cómo se formó el Movimiento de Liberación Nacional que en 1962 lograría la independencia de Argelia. Un movimiento liderado por uno de los tres hermanos, el ideólogo. Una revolución que surgió de la nada, o mejor dicho, de la humillación y la ira de un país esclavizado. La película muestra la disciplina y la intensidad de una vida cuando la alimenta una convicción profunda. Es la clase de historia que obliga a reconsiderar las prioridades de la vida mundana y ponderar sus privilegios. La clase de historia que en medio del dolor dispara una suerte de nostalgia, a pesar de todo. La nostalgia de una meta, un propósito superior, más poderoso que el instinto elemental de conservar la propia vida.

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