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Un poco de insatisfacción
Así como la palabra escrache se ha incorporado al léxico político de España, la indiferencia de los políticos frente a los reclamos populares está abriendo una grieta profunda en todas las sociedades
Inmaculada Michinina, vendedora ambulante de Cádiz, llevaba tres años esperando una licencia que le permitiera exponer sus manualidades en un mercado de esa ciudad española. Irrumpió en 2013 en el pleno del ayuntamiento: "Vosotros nos demostráis en cada pleno que pasáis de nosotros, que os importamos tres pitos –exclamó entre lágrimas–. Nosotros os hemos dado ese puesto de trabajo y no lo valoráis". Le apuntó a la alcaldesa, Teófila Martínez, del Partido Popular, acusándola de estar subida en un pedestal. Y les disparó a los políticos: "¿Para quién trabajáis, coño?". Su discurso, aupado en la crisis, recorrió como pólvora las redes sociales.
Desde la aparición de los indignados españoles, en 2011, la insatisfacción con los políticos, por ser los más cercanos al ciudadano común, se sintetiza en una frase que, como si fuera un latigazo, no respeta fronteras: “No nos representan”. El escrache de los políticos, sin hilar fino en el entramado de complicidades que involucra a otros estamentos no siempre visibles, es una señal de impotencia. Los políticos no son una raza aparte, sino el reflejo de toda sociedad que se siente ninguneada por las instituciones. Los indignados tampoco son un frente revolucionario, sino un conjunto de gente cabreada que no tiene más remedio que apelar a las protestas para ser oída.
Entre ellas, el escrache pasó a engrosar el vocabulario político de España. Sea de origen italiano por schiacciare (aplastar, astillar, machacar), genovés por scraccâ (escupir) o inglés por to scrach (arañar, rasguñar, marcar), escrache fue la palabra del año para la Fundación del Español Urgente en 2013. Se trata de una “manifestación popular de denuncia contra una persona pública a la que se la acusa de haber cometido delitos graves o actos de corrupción y que en general se realiza frente a su domicilio o en algún otro lugar público al que deba concurrir la persona denunciada”.
En los años noventa, el escrache era usual en la Argentina y Uruguay contra los crímenes de las dictaduras militares. Funa en Chile y roche en Perú, el escrache cobró vuelo en los medios de comunicación de España con las protestas contra los bancos organizadas por la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH). Es una expresión de ira contenida contra las inequidades y las sospechas de corrupción que entraña, en cierto modo, un acto de cobardía, por más que el destinatario sea de la peor calaña. El virtual escrachado, en su papel de víctima, queda en inferioridad de condiciones frente a la multitud que se congrega para insultarlo o zamarrearlo.
En España, a pesar del intento de criminalización de este tipo de protesta por parte de partidos políticos y medios de comunicación, hay resoluciones judiciales que certifican que no es una forma de acoso, sino un ejercicio de libertad de expresión garantizado por la Constitución de 1978. Parte de la sociedad tramita de ese modo su malestar o, como Inmaculada Michinina, irrumpe por las suyas en el pleno del ayuntamiento para quebrar el arma más eficaz que han descubierto en todo el mundo los blancos de todo tipo de protestas, incluido el escrache. Esa arma, a veces letal, es la indiferencia. Un bumerán, en realidad.
Desde la aparición de los indignados españoles, en 2011, la insatisfacción con los políticos, por ser los más cercanos al ciudadano común, se sintetiza en una frase que, como si fuera un latigazo, no respeta fronteras: “No nos representan”. El escrache de los políticos, sin hilar fino en el entramado de complicidades que involucra a otros estamentos no siempre visibles, es una señal de impotencia. Los políticos no son una raza aparte, sino el reflejo de toda sociedad que se siente ninguneada por las instituciones. Los indignados tampoco son un frente revolucionario, sino un conjunto de gente cabreada que no tiene más remedio que apelar a las protestas para ser oída.
Entre ellas, el escrache pasó a engrosar el vocabulario político de España. Sea de origen italiano por schiacciare (aplastar, astillar, machacar), genovés por scraccâ (escupir) o inglés por to scrach (arañar, rasguñar, marcar), escrache fue la palabra del año para la Fundación del Español Urgente en 2013. Se trata de una “manifestación popular de denuncia contra una persona pública a la que se la acusa de haber cometido delitos graves o actos de corrupción y que en general se realiza frente a su domicilio o en algún otro lugar público al que deba concurrir la persona denunciada”.
En los años noventa, el escrache era usual en la Argentina y Uruguay contra los crímenes de las dictaduras militares. Funa en Chile y roche en Perú, el escrache cobró vuelo en los medios de comunicación de España con las protestas contra los bancos organizadas por la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH). Es una expresión de ira contenida contra las inequidades y las sospechas de corrupción que entraña, en cierto modo, un acto de cobardía, por más que el destinatario sea de la peor calaña. El virtual escrachado, en su papel de víctima, queda en inferioridad de condiciones frente a la multitud que se congrega para insultarlo o zamarrearlo.
En España, a pesar del intento de criminalización de este tipo de protesta por parte de partidos políticos y medios de comunicación, hay resoluciones judiciales que certifican que no es una forma de acoso, sino un ejercicio de libertad de expresión garantizado por la Constitución de 1978. Parte de la sociedad tramita de ese modo su malestar o, como Inmaculada Michinina, irrumpe por las suyas en el pleno del ayuntamiento para quebrar el arma más eficaz que han descubierto en todo el mundo los blancos de todo tipo de protestas, incluido el escrache. Esa arma, a veces letal, es la indiferencia. Un bumerán, en realidad.
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