Pobre Marcela. Siente dolor, miedo y vergüenza. Tiene miedo de contarle a sus amigas y a su familia que Miguel, su esposo, la castiga brutalmente. Primero siente el dolor físico. Ese puño repugnante contra su cara. La sangre que no para. Las hematomas. El cinto como látigo sobre sus piernas. Después siente miedo que Miguel vuelva a enojarse aunque sabe que no importa lo que ella haga o diga: una vez por semana, el la va a golpear. Marcela nunca le contó su drama a nadie. Solo hay dos personas en la tierra que lo saben. Miguelito, su hijo mas grande que- pobrecito- un día se levantó para hacer pis a la madrugada o tal vez se despertó por los gritos y vio justo cuando él le pegaba una patada en la espalda.

El hijito entró en una crisis de llanto y no paró hasta el mediodía siguiente. En esa época tenía 9 años y él tampoco nunca preguntó ni dijo nada. Ya pasaron dos años y Marcela sabe que él sabe y él sabe que ella sabe. Hay miradas y lágrimas que nunca se olvidan. La otra persona que conoce esta tragedia es Esther. Ella es terapeuta de un servicio telefónico contra la violencia familiar. Un día Marcela encontró el teléfono en el diario y llamó. Decía que atendían las 24 horas y los 365 días del año. Se armó de coraje y llamó. Hace 9 meses que habla con Esther dos veces semana. Espera que Miguel se vaya al trabajo y llama. Llora, se confiesa, se cuestiona, se libera y se atormenta. Le hace bien hablar con la licenciada Esther. Nunca se vieron porque Marcela todavía no se anima a ir personalmente. No se anima a hacer la denuncia.

Tiene vergüenza de que su familia no le crea. De que sus amigas la desprecien de por vida. Es que siempre creyó que estas cosas terribles ocurrían en las villas miserias. Entre gente muy pobre y sin educación. Y ella no es así. Marcela es maestra jardinera. Dejó de trabajar cuando nació Mónica, su segunda hija. Vive en un departamento de tres ambientes en Almagro y a su esposo no le van tan mal las cosas.

El golpeador, el energúmeno es subgerente de un importante laboratorio y casi llega a los 12 mil pesos por mes. En ese aspecto no hay problemas. Viven más o menos bien. Sin lujos, pero a los chicos no les falta nada. El se transforma cuando se pone corbata y el maletín negro: es un caballero, un señorito inglés. Pero los fines de semana es el diablo. El whisky lo pone como loco. O porque se pone como loco es que toma whisky… nunca lo sabrá bien. Además tomas pastillas. El viernes a la noche ya está descontrolado. Pero Marcela siente que la cosa no va más. Está embarazada de dos meses y todavía no se lo dijo a Miguel. El viernes pasado casi se lo dice porque él le pegó en la panza.
 
Ya está cansada de mandar a los chicos a lo de sus padres o a lo de sus suegros durante el fin de semana. Ya está cansada de mentir diciendo que se cayó por la escalera, que un día resbaló, o de esconderse fingiendo que tiene depresiones los lunes y los martes hasta que se le vayan las marcas más visibles de los golpes. Ya está agotada. Pero tiene miedo que no le crean ni sus amigas ni su familia. Si hasta sus padres lo elogian: que trabajador es Miguel. Es un poco agresivo cuando se enoja pero es bueno. A vos nunca te falta nada. ¿No es así, Marcela? “Tuviste suerte con Miguel”, le dijo su propia madre. Marcela aceptó ir hoy a ver personalmente a Esther. Marcela se enterará de que hay miles y miles de mujeres golpeadas. Y que los hijos son los testigos mas desprotegidos. Tal como le pasa a ella. Igualito.

Marcela no sabe que cada 36 horas una mujer como ella es asesinada a manos de un conocido directo de la víctima. O que en el 93% de los casos el crimen lo comete la pareja o ex pareja. Son números que hablan de su drama cotidiano. Son datos a su imagen y semejanza. Esas estadísticas ella las tiene en su casa. Ese golpeador lo tiene metido entre sus sábanas, en la cocina, en la mirada de su hijo Miguelito, que hace dos años entendió todo y no dijo una palabra. En la ausencia total de autoestima. En el pánico a empezar una vida sola porque no tiene trabajo. En los momentos más terribles, a la hora de descender a los infiernos, la pobre Marcela se llegó a preguntar si la culpable no era ella. Si no era ella la responsable de que ese dandy de maletín y celular se transformara en una especie de monstruo.

Hasta tanto llegó la humillación que ella, la víctima, llegó a dudar de su condición. Llegó a pensar que por su culpa él pasaba de ser un ángel a ser un demonio. Es que los domingos a la tarde el le pide perdón. Le dice que la quiere, le hace un regalito, le pide que la ayude, que ella es lo más importante que tiene en la vida y ella accede, no tiene otra salida y accede. La semana que viene se cumple un año del día en que Miguel le fracturó un brazo. Hoy Marcela le va a contar todo a Esther. Está decidida a pedir un abogado que la asesore y a hacer la denuncia. Sabe que no puede condenarse ella ni condenar a sus hijos a tener un padre golpeador. Está decidida a empezar de nuevo. Marcela está muy dolorida pero hay algo que aprendió para siempre. Sabe que está dando el paso más importante de su vida para salvarse de la muerte.

Hijos, fractura, muerte