Llovía a cántaros en Oaxaca, al sur de México. Eran las dos de la mañana. La caravana arribaba en ómnibus destartalados a la Plaza de la Danza, un claro entre casas bajas de estilo colonial. Transcurría septiembre de 1997. Por primera vez el ejército del subcomandante Marcos o el Sub a secas, como se hacía llamar, marchaba desde la enmarañada selva Lacandona, en el Estado de Chiapas, hasta la polifacética ciudad de México. El presidente Ernesto Zedillo y el anterior, Carlos Salinas de Gortari, habían sido sordos a sus reclamos desde que empezaron los tiros, el 1° de enero de 1994.





Esa fecha, de la cual se cumplen dos décadas, señalaba el ingreso de México en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC, en español; Nafta, en inglés). Nafta echó al fuego el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) mientras Salinas de Gortari, bendecido por su par norteamericano, Bill Clinton, rociaba con champaña los brindis de una noche de Año Nuevo que prometía ser inolvidable en Los Pinos, sede del gobierno. El año nuevo deparaba el comienzo de una era auspiciosa para México, en supuesta igualdad de condiciones con los Estados Unidos y Canadá, socios del TLC, y con el llamado primer mundo.


Ese primer mundo tenía otra cara. La oculta. La de Paticha. Detrás del paliacate (pañuelo) que cubría la mitad de su nariz diminuta, la muchacha era puro ojo color miel, ceja tupida, frente curtida y raya al medio en el pelo oscuro. Sus manos, rugosas de tanto hachar árboles y cargar leña, sostenían con firmeza la soga que separaba a sus hermanos indígenas de los otros, los lugareños, sorprendidos por estar por primera vez frente a los zapatistas. Curiosamente, ni ella ni los suyos temían por sus vidas gracias a un fenómeno que no entendían ni dominaban: Internet.


Marcos, ausente con aviso en aquella marcha, empuñaba la computadora portátil con más destreza que el fusil, valiéndose del incipiente correo electrónico para enviar sus floridos comunicados “desde las montañas del Sureste Mexicano” al diario La Jornada, de la ciudad de México. A cambio de las primicias, contaba con una suerte de resguardo ante la posibilidad de que se viera acorralado o fuera capturado. Resultó ser un pionero en el uso de la tecnología al servicio de una causa que, por su carácter reivindicatorio, no distaba mucho de las que iban a abrazar años después movimientos de diferentes latitudes, como los indignados.


En los noventa no era masivo el uso de Internet ni existían las redes sociales. En el filo de esa década había caído el Muro de Berlín y se había desintegrado la Unión Soviética. El vendaval terminó con el PC (Partido Comunista), pero surgía el otro PC (Personal Computer) como una herramienta imprescindible de la vida cotidiana. Con ella, los zapatistas y otros movimientos de distinto grupo y factor que surgieron después adquirieron más legitimidad que poder. También dejaron un flanco abierto al permitir que las autoridades conocieran sus siguientes pasos, como ocurre con las convocatorias a las plazas públicas.


Ajena a esos pormenores, Paticha (Patricia, en castellano) iba con una historia a cuestas, deshilachada bajo el aguacero torrencial y el paliacate rosado. Era la historia de una joven indígena totzil como ella que se había enamorado de un militar. Después de recibir el consentimiento de su padre, la muchacha se había ido a vivir con el militar en su tienda de campaña. El padre, precavido, procuró sellar con él un pacto de honor: que contrajeran matrimonio y que se fueran juntos el día que terminara su misión en Chiapas.


En los brazos de Marcos, según las mil y una leyendas que se tejían y destejían detrás de su pasamontañas y de su pipa trocados en símbolos de la lucha contra el neoliberalismo, había muerto una niña de cinco años, víctima de una fiebre feroz. Se llamaba Paticha, también. Ni su nacimiento ni su defunción figuraron en el registro civil. Era una señal de la indiferencia o del desprecio hacia la última frontera de un país que se insertaba ahora en el primer mundo. En los papeles, aquella Paticha nunca existió; Chiapas tampoco.


La otra Paticha, la real, de edad incierta y mirada apagada, aferraba la soga y, de tanto en tanto, interrumpía la historia del romance de la indígena y el militar que estaba contándome en susurros con una canción que entonaba con los zapatistas: "Madre la miseria, / padre el olvido, / hoy despertó / el pueblo dormido". Parecía un rezo. El militar se había ido sin dejar rastro, faltando al compromiso contraído con el padre de la muchacha. Cuando terminó el relato, una lágrima se mezcló con las gotas de lluvia y se le escurrió en el paliacate. Colegí en ese momento era su propia historia. La de una madre soltera, espejo de Chiapas aún hoy.