Cómo destruir un país
En siete simples pasos, un autócrata de cualquier calado puede aprovecharse del disgusto con la democracia para crear un rebaño de fanáticos.
Si la ceguera ideológica es peor que la biológica, la última camada de autócratas no debe esforzarse mucho para crear un rebaño de fanáticos. Lo demuestran Donald Trump, Jair Bolsonaro y Viktor Orbán, de lado derecho del mostrador, y Nicolás Maduro, Daniel Ortega y Andrés Manuel López Obrador, del izquierdo. No son necesariamente figuras carismáticas capaces de provocar un fenomenal cambio social, como postulaba Max Weber con aquello que denominó “rutina del carisma”, sino líderes capaces de convencer o de comprar a buena parte del electorado con discursos contra las elites, aunque pertenezcan a ellas.
Ece Temelkuran, periodista turca exiliada en Croacia, describe en su libro Cómo perder un país, la estrategia del presidente de su país, Recep Tayip Erdogan, para convertir el intento de golpe de Estado del 15 de julio de 2016 en su mayor capital político. Seis años después, Erdogan propicia el diálogo entre Rusia y Ucrania, negocia con la anuencia de la ONU la salida de barcos cargados de granos por el minado Mar Negro y subordina el ingreso en la OTAN de Finlandia y de Suecia a la cooperación de ambos países en su cruzada contra el independentista Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK).
En Turquía instauró un rebaño de fanáticos casi religioso, como ocurre con los autócratas de otras latitudes, que no admite la crítica ni tolera el disenso. La estrategia, según Temelkuran, se basa sobre siete pasos básicos: 1) crear un movimiento, 2) trastocar la realidad y transgredir el lenguaje, 3) invertir en la posverdad, 4) desmantelar los mecanismos judiciales y abortar todo atisbo de oposición política, 5) diseñar su propio modelo de patriota en desmedro del ciudadano de a pie, 6) dejar que esa persona se mofe del horror y 7) construir un país a su medida o, en buen romance, destruirlo valiéndose de las necesidades de los más desfavorecidos.
Un ambiente caldeado, con innumerables reclamos y pocas respuestas, ayuda frente al fracaso del nacionalismo, causante de las dos guerras mundiales, y del socialismo, nunca adecuado a lidiar con el capitalismo ni en su faz descafeinada de socialdemocracia. Otro ismo, el populismo, se adaptó a las circunstancias. En la segunda mitad del siglo XIX era el movimiento de intelectuales rusos que idealizaba al campesinado y, en Estados Unidos, protestaba contra las oligarquías, como señala el sociólogo y catedrático uruguayo nacionalizado brasileño Bernardo Sorj en su libro Identidades y la crisis de las democracias.
En el siglo XXI, el populismo, palabra vaga si las hay, pasó a ser un sinónimo del autoritarismo de determinados líderes dentro de los cánones democráticos. “No hay futuro que no se sustente en una visión del pasado ni pasado que no proyecte una visión del futuro”, redondea Borj. Y tampoco hay Erdogan ni Trump ni Ortega ni cualquiera de los otros autócratas sin malestar social en el espacio público, dominado por el resentimiento transmitido en tiempo real y sin filtros por las redes sociales para sembrar desconfianza en los políticos, los periodistas, los científicos y las instituciones que componen las detestadas elites.
La estrategia consiste en articular el discurso para esparcir miserias con nombre y apellido y recoger dividendos en plan de instalar una agenda autoritaria en supuesto beneficio de aquello que los autócratas insisten en llamar el pueblo real. Una legión de fieles, ciegos frente a la corrupción y la mentira. Como decía el exfutbolista inglés convertido en comentarista de televisión Gary Lineker: el fútbol es un sencillo deporte en el que se juega durante 120 minutos y, al final, los alemanes ganan en los penales. Los autócratas no dejan piedra sobre piedra en el país del cual se apropian.
Lo explica con pelos y señales el difunto economista y sociólogo francés Jean-Paul Fitoussi en el libro Cómo nos hablan: “A menudo tenemos la impresión de estar atrapados en un discurso vacío y pobre en información. Esta impresión se ve reforzada por las prácticas de algunos medios de comunicación, sobre todo audiovisuales, que parecen haber pasado insensiblemente de la información a la comunicación y de la comunicación a la propaganda”. La manipulación del lenguaje, uno de los preceptos de Erdogan y compañía, confisca palabras y altera su significado e impone una forma de pensar al estilo de la neolengua orwelliana.
Al final del camino, la ignorancia es la fuerza.
Jorge Elías
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