Que la vacuna tal, que la vacuna cual, el mundo avanza a diferentes velocidades en el afán, supuestamente generalizado, de frenar la ola de contagios y de muertes por el coronavirus. En algunos países, con exceso de dosis. En otros, con escasez de la segunda. Y en otros, sin la primera ni la siguiente ni, menos aún, el potencial refuerzo de una tercera. La carrera contra la variante Delta, con mayor carga viral que las anteriores, tiene varios obstáculos. Desde el acierto hasta la impericia de los gobiernos y, cartón lleno, la resistencia de aquellos que desconfían de la vacuna o rezongan contra el autoritarismo de sus autoridades.

Todo confluye en la madre de todas las dudas: ¿libertad individual o compromiso colectivo? Sólo el 14,7 por ciento de la población mundial recibió las dos dosis de la vacuna tal o cual, según Our World in Data. El 28,5 recibió una. Si en Europa se vacunaron con una dosis 85 de cada 100 personas, en Oceanía la proporción disminuye a 34. En Argentina, poco más de la mitad de la población recibió uno o dos pinchazos: el 15,6 y el 39,9 por ciento, respectivamente. La rendija entre países ricos y pobres ensancha una cicatriz previa a la peste. La de la desigualdad. En los de bajos ingresos apenas el 1,1 por ciento de las personas recibió una dosis.

Estados Unidos, Canadá, Alemania, Francia e Italia, entre otros, suman frascos en el inventario. Sobran dosis, pero hormiguean aquellos que se resisten a poner el hombro. Los vacunados comienzan a pagar el precio de los no vacunados. La negación del compromiso colectivo frente a la libertad individual. Esa que le achacan al presidente de Francia, Emmanuel Macron, cuando le recuerdan el lema Liberté, Égalité, Fraternité o a su par norteamericano, Joe Biden, tildado de arbitrario por haber evaluado la vacunación obligatoria de los empleados federales. Requisito de empresas como The Washington Post, Facebook, Google y Disney para el trabajo presencial.

En los países del hemisferio norte, la aparente calma primaveral derivó en el cataclismo veraniego, con más contagios e internaciones, sobre todo de los no vacunados y de los jóvenes, y revisiones sobre el uso de mascarillas puertas adentro. La involución también apremia al Reino Unido e Israel, campeones de las aperturas. Tres de cada 10 norteamericanos se niegan a vacunarse, según un sondeo de The Washington Post-ABC. El rechazo, en algunas regiones, coincide con la filiación partidaria más allá de las recompensas económicas y de otros incentivos para evitar la propagación del COVID-19.

Si sólo se tratara de la libertad individual, ¿qué problema habría? Las personas que presentan pruebas de inmunización o anticuerpos después de haber cursado la enfermedad pueden seguir con su vida diaria al margen del efecto kriptonita en los vacunados. Sin el llamado pasaporte verde o sanitario, en Francia, Grecia, Italia, Alemania y Gran Bretaña pueden verse en figurillas para ingresar en restaurantes, gimnasios, cines, museos y otros sitios cerrados. Asunto de ellos. Las protestas a cara descubierta, con centenares de detenidos en París y en Berlín, no se hicieron esperar. Curiosamente, la ultraderecha y la ultraizquierda coinciden en el sesgo invasivo de las medidas.

En el mapa de los países con pauta completa figuran Malta, Islandia y Emiratos Árabes Unidos. China, cuna del desmadre, volvió a los confinamientos. En Australia, el ejército controla su cumplimiento en las calles de sus principales ciudades. La sensatez dicta que cuanto mayor sea la cantidad de personas vacunadas, menor será la propagación y la posibilidad de una mutación aún más severa del coronavirus. Los vacunados y los que pretenden estarlo cuanto antes no ven una reivindicación de la libertad en los que se resisten a vacunarse, sino un signo de egoísmo por el cual pagan todos.

¿De qué vale que la mayoría de los habitantes de un país haya recibido las dos dosis  o inclusive la tercera como refuerzo si, en un mundo globalizado, interactúan con compatriotas o extranjeros reacios a vacunarse o, peor aún, dejados a su merced por sus gobiernos? Al comienzo de la pesadilla, Estados Unidos, el Reino Unido, China y Rusia pisaron a fondo el acelerador para dar con las vacunas adecuadas y acopiar la mayor cantidad posible para sus ciudadanos. Lo mismo ocurrió en 2009, cuando apareció la gripe aviar o H1N1.

La geopolítica jugó otro partido con la preferencia de los gobiernos de medios y bajos recursos por unas u otras a raíz de intereses creados. En el ínterin cayeron ministros de Salud, como los de Argentina, Perú y Ecuador, por haber favorecido a los suyos en las campañas de inoculación. Vergonzoso en países con más de 106.000, 196.000 y 31.000 muertos. Otro granito de arena para el descrédito de la clase política. En Venezuela, donde Nicolás Maduro se jactaba de haber descubierto la fórmula contra el coronavirus con unas “goticas milagrosas”, los 277 diputados de la Asamblea Nacional, de mayoría chavista, incluidos la esposa y el hijo de Maduro, recibieron antes que nadie sus dosis de la vacuna rusa Sputnik.

La sensatez dicta que los primeros debieron ser los últimos. Que los que se vanaglorian de la eficacia del Estado acudan a hospitales públicos en lugar de sanatorios privados, como ocurre en Argentina. Que prediquen con el ejemplo cuando la vacuna tal o cual, con un mundo que lamenta más de 4,2 millones de muertes, resulta ser la aparente tabla de salvación en un mar revuelto por la falta de certezas de unos, el individualismo de otros y la ideología como vara entre la libertad individual y el compromiso colectivo. ¿Debería ser obligatoria? Tanto como el sentido común, aunque sea absurdo imponerlo.

Jorge Elías

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