¿Dónde hay un mango, viejo Gómez?
La depreciación del peso es uno de los indicadores del estancamiento de la economía argentina, algo más preocupante que los berrinches políticos.
El billete de mayor denominación de Argentina, el de mil pesos, equivale al de menor valor y tamaño del euro, el de cinco. El de más ceros de Venezuela, de un millón de bolívares, apenas araña un cuarto de dólar norteamericano. En el ranking de Currency Watchlist (Observatorio de Divisas) que elabora Steve Hanke, economista de la Universidad John Hopkins, la moneda argentina figura sexta después del bolívar venezolano, la libra libanesa, el dólar zimbabuense y las libras sudanesa y siria. Una caída en picada por la cual Argentina alcanzó en 2020 el deshonroso séptimo lugar en el Índice de Miseria, que también confecciona Hanke.
La condición humana, explica, zigzaguea “entre ser miserable y ser feliz. En la esfera económica, la miseria deriva de la alta inflación, los costos elevados de los préstamos bancarios y el alza del desempleo”. Variables que requieren una vacuna de una sola dosis. La del crecimiento. En igualdad de condiciones, agrega Hanke, “la felicidad tiende a florecer cuando el crecimiento es fuerte, la inflación y las tasas de interés son bajas y los empleos abundan”. El reverso de la situación de Argentina, inmersa ahora en una absurda puja de poder y egolatría de su coalición gobernante después de haber recibido una paliza en las primarias del 12 de septiembre.
La vicepresidenta Cristina Kirchner, jaqueada en el frente judicial y en el político, demostró con su falta de respeto a la investidura presidencial, más allá de que sea su propia creación, que poco le importan las instituciones y, menos aún, el tormento de una sociedad en quiebra. Pretende llenar los bolsillos de la gente de cara a las elecciones de medio término del 14 de noviembre, pero, como dice el tango de Ivo Pelay y Francisco Canaro, “¿dónde hay un mango, viejo Gómez?”. Y si lo hay, con una emisión insostenible de billetes de mil pesos impresos hasta en la Casa de la Moneda de Brasil y la Casa de Timbre de España para financiar el gasto público, ¿quién opta por atesorarlo?.
De afuera hacia dentro, el apoyo de su gobierno, el de Alberto Fernández, a los regímenes represivos de Venezuela, Nicaragua y Cuba con el guiño del presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, revela el rumbo que se propone. Una fábrica de pobres con desapego por los derechos humanos y supuesto rédito electoral a tiro de migajas estatales para los más necesitados. No se trata de compra votos, sino de falta de sensibilidad y de racionalidad en un país con más de un 40 por ciento de pobres, millones de temerosos de la inseguridad y un sinfín de chicos sin escolaridad ni comida en el plato.
La mezquindad política pone en un segundo plano la crisis sanitaria, como si hubiera sido resuelta después del vergonzoso vacunatorio VIP, de haber dejado a la buena de Dios a miles de argentinos en el exterior y de otras tropelías, y ubica en el primer plano la mirada clavada en el piso de la expresidenta mientras el otro Fernández reconocía la derrota electoral. Todo muy desprolijo, como el despido del canciller Felipe Solá camino a México para la cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac). Un papelón que, como otros, trascendió fronteras.
La pandemia del malhumor se trasladó a las urnas mientras López Obrador, anfitrión de una cumbre en la cual cruzaron espadas por la legitimidad democrática los presidentes de Uruguay, Luis Lacalle Pou, y de Paraguay, Mario Abdo Benítez, con los de Cuba, Miguel Díaz-Canel, y de Venezuela, Nicolás Maduro, intenta recrear un polo de izquierda latinoamericano a contramano de su principal fuente de ingresos, Estados Unidos. Pequeño detalle: faltan recursos. La compra de voluntades emprendida por Hugo Chávez con los fondos petroleros de su país murió con su mentor a raíz del descalabro de Venezuela. El del billete del millón, como supo tenerlo Argentina, que no alcanza para comprar un caramelo.
En 2014, durante el gobierno de la señora Kirchner, el semanario británico The Economist advertía: “La inequidad está alimentando la misma ira que produjeron los Perón. La lección de la parábola de Argentina es que los buenos gobiernos importan. Tal vez fue aprendido. Pero lo más probable es que dentro de 100 años el mundo vea otra Argentina, un país del futuro que quedó atrapado en el pasado». En la portada exhibía la espalda de Lionel Messi, “el mejor jugador de fútbol del mundo”, cuyo país “es una ruina”.
Siete años después, con un gobierno sin plan y la retórica del “vamos viendo”, la crisis institucional en Argentina coincide con el décimo aniversario de Occupy Wall Street, marcha contra la desigualdad en Manhattan con la consigna “We are the 99% (Somos el 99%)”. Fue el correlato de los indignados de España, con sus acampes en la Puerta del Sol, de Madrid. De allí surgió Unidas Podemos. Su líder, Pablo Iglesias, vicepresidente de la coalición de gobierno de España hasta que perdió como candidato para la Asamblea de Madrid, terminó siendo el “marqués de Galapagar” por haber comprado con su mujer, Irene Montero, ministra de Igualdad, una propiedad más digna de la casta que despreciaban que del proletariado que decían representar.
De hipocresía hablaba en la carta contra su presidente y contra sí misma la expresidenta Kirchner, cuya progresía reside en Puerto Madero, uno de los barrios más caros de la ciudad de Buenos Aires. Quizá tanto como Galapagar, a poco más de 30 kilómetros de Madrid, donde Iglesias y Montero, coherentes con su discurso de izquierda, habitan una vivienda de 248 metros cuadrados en una parcela de 2352 metros cuadrados. Está valuada, en números redondos, en 600.000 euros. Traducidos a pesos argentinos, una carretilla con 120 kilos de fajos de billetes con el perfil del hornero. Rara avis en la política por ser trabajadora.
Jorge Elías
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