El miedo a la libertad
El periodismo y los medios de comunicación, pilares de la libertad, resultan ser los chivos expiatorios de las coaliciones de gobierno y de oposición, sucesoras de los partidos tradicionales.
En varios países, las coaliciones de gobierno y de oposición se han deglutido a los partidos tradicionales. La ausencia del bipartidismo, animado en ocasiones por algún tercer partido en discordia, ha creado un vacío que las coaliciones de gobierno y de oposición insisten en llenar con periodistas y medios de comunicación por miedo. Por miedo a la libertad, como supo llamarlo Erich Fromm. Esa confusión de roles avivó la añeja obsesión de encasillarlos en la izquierda, la derecha o la conspiración, según sus intereses, sin reparar en que un gobierno sin periodistas que van contra la corriente, metáfora del afán totalitario, termina siendo pernicioso para la sociedad.
Thomas Jefferson, tercer presidente de Estados Unidos entre 1801 y 1809, prefería periódicos sin un gobierno antes que un gobierno sin periódicos. No defendía los mentados “intereses mediáticos”, sino un pilar de la democracia. Durante la dura campaña tras la cual ganó las elecciones, a comienzos del siglo XIX, los periódicos ventilaron sus enredos con una esclava mulata. Tuvo con ella un hijo que no reconoció. “Deploro el estado putrefacto al que han llegado nuestros periódicos y la malignidad, la vulgaridad y el espíritu mendaz de quienes escriben en ellos”, se despachó, irritado, pero no cambio de idea sobre la importancia de una prensa independiente.
Simón Bolívar, contemporáneo de Jefferson, definía a la opinión pública como “el objeto más sagrado” y a la imprenta como “la artillería del pensamiento”. Renunció a los poderes ilimitados, reclamados por Hugo Chávez y otros mandatarios latinoamericanos. Exaltaba el “derecho de expresar” opiniones por ser “el primero y más estimable del hombre en sociedad; la misma ley jamás podrá prohibirlo”. Con eso discrepaba el difunto presidente de Venezuela, encandilado con un proyecto de ley especial contra “delitos mediáticos”, hijo de la intolerancia a la información adversa, en coincidencia con la clausura de 34 emisoras de radio, las amenazas contra otras 250 y los ataques contra la cadena de televisión Globovisión tras el cierre de Radio Caracas Televisión (RCTV).
No hay periodismo sin culpas ni gobierno sin tachas, pero nunca ha habido tanta rispidez entre ambos. La mayoría de los mandatarios latinoamericanos ha tenido algún entrevero con la prensa. Otro presidente difunto, el de Argentina, Néstor Kirchner, confesaba que se sentía más cómodo con los fotógrafos, “porque no preguntan”, que con los periodistas. Su entonces par de Uruguay, Tabaré Vázquez, más moderado, arremetía contra “la escalada orquestada por la derecha y sus medios contra el gobierno”.
Chávez, en el poder desde 1999 hasta 2013, pretendió ser el pionero en la confrontación entre los gobiernos y la prensa. En Bolivia, un año después de su asunción, Evo Morales hizo una poco fina distinción entre los periodistas leales a su partido, el Movimiento al Socialismo, y los propietarios de los medios de comunicación, “enemigos” que se prestan a “manipulaciones, provocaciones e intimidaciones”. Quiso crear una red de intelectuales y artistas para juzgarlos. Fracasó como todo aquel que intentó ponerle una mordaza al periodismo independiente con eso que llaman lawfare (guerra jurídica).
Sin distinciones ideológicas, casi todos los presidentes viven obsesionados con la imagen de ellos que, como espejos, a veces distorsionados, reflejan los medios de comunicación. Rafael Correa, expresidente de Ecuador, señaló “una gran dosis de mediocridad, corrupción e intereses creados” en la prensa de su país. El de Nicaragua, Daniel Ortega, admitió que estaba “envuelto en una guerra mediática, de ideas”. Después de su enésima reelección, el movimiento Periodistas y Comunicadores Independientes de Nicaragua le demandó la devolución de los medios de comunicación que mantiene ocupados, como el diario La Prensa, el más antiguo del país.
Algunos desentonan. “Defiendo la total e irrestricta libertad de prensa –dijo la expresidenta de Brasil, Dilma Rousseff–. Por mi historia personal quiero que sepan que esa libertad es la única alternativa al silencio de las dictaduras.” No se quedó atrás su par de Uruguay, José Mujica: “La mejor ley de prensa es la que no existe”, martilló. Puras palabras. El primer vicepresidente del oficialista Partido Socialista Unido de Venezuela, Diosdado Cabello, amenazó con ir “por la página web del diario El Nacional”, después de quedarse con su sede y sus propiedades.
Curiosamente, Rousseff y Mujica estuvieron en prisión y sufrieron tortura en los setenta por ser activistas de izquierda. No abrazaron después las consignas de “la derecha reaccionaria” ni se vendieron al “imperialismo yanqui” y a los “intereses mediáticos” para convenir con total espontaneidad que “más cuesta mantener el equilibrio de la libertad que soportar el peso de la tiranía”. Lo dejó dicho Bolívar, invocado por Chávez y su sucesor, Nicolás Maduro, como guía con el mismo brío con el cual los progresistas defensores de los derechos humanos usan la camiseta del Che Guevara sin recordar que mandaba encarcelar y ejecutar homosexuales, “gente enferma” que atentaba contra “el hombre nuevo, políticamente sano y producto de la Cuba comunista”. Hasta la victoria final, siempre.
Jorge Elías
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