La peste con otro nombre
La estigmatización de Sudáfrica por haber alertado a tiempo sobre Ómicron desalienta a otros países frente a la eventual aparición de otra variante.
Lo había advertido en enero de 2021 el Centro de Análisis y Prospectiva de la Guardia Civil de España: cada vez habrá más pandemias y alguna podría ser “devastadora”. La peste cambia de nombre, no de fisonomía. Que se llame variante Delta u Ómicron, de modo de no confundir las letras que correspondían, Nu con new (nuevo, en inglés) por su parecido fonético y Xi con el apellido del presidente de China, Xi Jinping, usual en su país, no modifica nada. El alfabeto griego sirve para no estigmatizar al presunto país de origen. En este caso, Sudáfrica. Una forma de evitar afrentas como la de Donald Trump con su latiguillo sobre el “virus de China”.
Cuando surge una nueva variante, el mundo vive una suerte de déjà vu. Un mundo signado por la desigualdad que, frente al peligro, cierra fronteras como si tratara de tapiar un campo. La peste con otro nombre, sin ánimo de «ofender a cualquier grupo cultural, social, nacional, regional, profesional o étnico», revela los límites de la Organización Mundial de la Salud (OMS). No puede vulnerar la soberanía de los 194 países miembros. Cada uno dicta sus normas, más o menos duras según los índices de vacunación, contagios y decesos.
Apenas Sudáfrica notificó a la OMS la aparición de Ómicron, la respuesta de la Unión Europea y del Reino Unido terminó siendo tan mezquina como la de los vecinos de algunos edificios que se enteran de un caso de coronavirus escaleras arriba o abajo: aislarlo o, en casos extremos, invitarlo cordialmente a refugiarse bajo otro techo. El cierre de fronteras es algo parecido. Se trata de decisión política, no sanitaria, contra siete países del cono sur africano. El problema es que la peste con otro nombre circulaba 12 días antes del anuncio de Sudáfrica en los Países Bajos y en otros confines. Vaya a saber en cuáles.
La desconexión entre los países ricos y los pobres impulsa la creación de reservorios de nuevas mutaciones. La estigmatización de Sudáfrica por haber alertado a tiempo la amenaza de Ómicron, tildada de “variante de preocupación” por la OMS, desalienta a otros países a revelar si deben vérselas con la potencial letra siguiente del alfabeto griego.
Sólo el 6,6 por ciento de la población africana está completamente vacunada. En Europa, el 70 por ciento recibió dos dosis y avanza hacia la tercera. Estados Unidos, con su Operación Warp Speed, también privilegió a los suyos. Ómicron, Delta y compañía demostraron que las vacunas son más eficaces cuando la mayoría accede a ellas.
¿En qué manos queda África, paria en la distribución de las vacunas por medio del mecanismo de distribución gratuito Covax, creado en abril de 2020? “Grosso modo, la historia de la humanidad tiene que ver con la cooperación. Por separado, nosotros, los primates lampiños de cerebro grande, somos criaturas bastante ridículas, presa fácil para cualquier Simba (El rey león) con cuerpo de papá que deambule por las llanuras. Pero si nos juntamos, conseguimos dominar la tierra y el cielo”, concluye Farhad Manjoo en The New York Times. La reflexión vale tanto para la pandemia como para el cambio climático.
“Bla, bla, bla”, en palabras de la activista sueca Greta Thunberg, mientras cada cual disimula como puede el segundo fin de año pandémico con un debate en ciernes. El de la libertad individual y el compromiso colectivo frente a la renuencia de aquellos que aún niegan la existencia de la peste o rechazan la inmunización por razones políticas u otros motivos. ¿La vacunación debe ser obligatoria, entonces? En principio, equitativa. Lorenzo Damiano, líder del movimiento antivacunas contra el coronavirus No Vax de Italia, contrajo la enfermedad. La pasó mal. Le da ahora la razón a la ciencia.
Jorge Elías
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