“Tchau, querida”
La destitución de Dilma Rousseff no disminuye la corrupción que campea en el Estado ni restaura la confianza de los brasileños en los partidos políticos
Seis de cada diez diputados y senadores de Brasil son objeto de investigaciones penales por sospechas de corrupción. Buena parte de ellos, enconados con las desprolijidades contables del gobierno de Dilma Rousseff, apoyan las reformas pro mercado de ajustes y privatizaciones que pretende introducir su sucesor, Michel Temer. Son los mismos que reprobaron las medidas de austeridad que alentaba el ministro Joaquim Levy, rara avis monetarista de Chicago en el seno de un gobierno de izquierda. Levy tenía una misión: recortar el gasto público, sobre todo los programas sociales. Renunció a finales de 2015, enfrentado con la entonces presidenta.
La destitución de Dilma, en un contexto económico complejo por la caída global del precio del petróleo y de las materias primas con la consecuente recesión en Brasil, no escapa al escándalo de malversación de fondos en la compañía estatal Petrobras, aunque la ex presidenta sea de las pocas, entre los políticos, que no se ha enriquecido a costa de esos dineros turbios. Políticos de distinto signo y pelaje, así como empresarios, han conspirado durante una década o más para desviar miles de millones de dólares a los fondos secretos de los principales partidos políticos y a cuentas privadas en Suiza.
Quizá la flexibilidad del Partido de los Trabajadores (PT) para declamar posturas políticas de izquierda y pactar con los sectores empresarios haya hecho eclosión con la debacle de Dilma. La izquierda, al menos en su discurso, no se lleva bien con la corrupción, pero el gobierno de Lula supo valerse de ella mientras ejecutaba un loable proceso de redistribución social y económica en uno de los países más desiguales del mundo. La elite brasileña no dejaba de enriquecerse. El crecimiento que acompañó con viento de cola los ocho años de Lula disimuló los tejes y manejes. El primer día de 2011, Dilma estrenó la presidencia y la crisis. Y comenzaron los problemas.
La burocracia absorbe el 41 por ciento del Producto Bruto Interno (PBI) de Brasil. Unos 20.000 cargos públicos dependen de designaciones políticas. En el país hay 35 partidos inscriptos, de los cuales 27 están representados en la Cámara de Diputados. Muchos no tienen una ideología determinada. Sólo existen para captar fondos federales y, en las votaciones, venderse al mejor postor. Curiosamente, el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), de Temer, no presentó candidatos presidenciales en dos décadas, pero formó parte los gobiernos de Fernando Henrique Cardoso, de Lula y de Dilma. Y también se benefició con fondos ilegales.
En 2005, el PT se vio sacudido por el escándalo de compra de votos llamado mensalão. El jefe de gabinete de Lula, José Dirceu, debió renunciar. Fue a prisión con otros once implicados. Lula resultó reelegido al año siguiente. La corrupción no pareció hacerle mella. Tampoco pareció hacerle mella al ladero perfecto, el PMDB, definido por Clóvis Rossi, columnista de Folha de São Paulo, como una “confederación de caciques regionales”.
El juicio político de Dilma no puso en escena una lucha descarnada entre la derecha y la izquierda, como suelen sugerir los amantes de los relatos épicos, sino una batalla de intereses en pugna. El resultado, impreso en el eslogan irónico “Tchau, querida”, contenta a las elites, pero no disminuye la corrupción ni restaura la confianza popular en los partidos políticos. La empeora. El lector de un diario brasileño consultó a los editores si es correcto “tchau querida” o “tchau, querida” y “fora Temer” o “fora, Temer”.
Fuera y chau exceden las reglas ortográficas del uso de la coma (aconsejable en ambos casos). Reflejan algo más profundo y alarmante: el estado de ánimo de los brasileños.
Twitter @JorgeEliasInter y @Elinterin
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