Esta columna es por el día del estudiante que fue ayer, pero está dirigida, sobre todo, a los padres y a los docentes. Es para que reflexionemos juntos y en voz alta de un tema descarnado que muchas veces no se quiere tratar: que tipo de educación queremos para nuestros hijos. ¿Qué futuro soñamos para ellos? Si hay que resumir, todos decimos que lo único que pretendemos es que nuestros hijos sean felices.

Por lo tanto debemos apuntar a una educación que los ayude a ser felices y que, sobre todo, los prepare para saber donde esta esa felicidad. Hay mucho híper consumismo que en algunas familias instaló esa idea nefasta de que la felicidad es algo instantáneo y que puede comprarse: el celular más moderno, el plasma más grande o la última play. Esas alegrías y satisfacciones que dan esos aparatos o lujos o posesiones no hacen a la felicidad ni mucho menos.

Producen un placer momentáneo que luego necesita ser reemplazado por otro y por otro y así. La felicidad no es algo mágico que nos llueve desde el cielo o nos viene de regalo en un paquete con moño. No es un punto de partida ni de llegada. Es el estado que se logra en plena batalla por ser lo que uno sueña ser: un mejor hijo, mejor padre, mejor esposo, mejor amigo, mejor profesional. La felicidad es transitar ese camino. Con la cultura del esfuerzo solidario y el sacrificio permanente. Es absolutamente cierto eso de que nada bueno se logra sin esfuerzo. Lo que viene fácil se va fácil. Convierte al joven en esa montaña de ansiedad insaciable que dice “no se lo que quiero pero lo quiero ya”. Ese es un camino de ida. La insatisfacción permanente de no saber hacia donde se va.

Por eso una maestra exigente no es la enemiga de nuestros hijos. Todo lo contrario. Cuando mi maestra la citaba a mi madre al colegio, ella preocupada le preguntaba “¿Qué hizo mi hijo?”. Hoy los padres se creen sabelotodos y subestiman a los maestros y le quitan autoridad. Hoy van y le preguntan inquisidores a la maestra: “¿Qué le hicieron a mi hijo?”. Creo que debemos encontrar el equilibrio entre libertad y orden y preguntarle que podemos hacer juntos por mi hijo y por tu alumno.

La disciplina y el respeto por las trayectorias es otro buen cimiento sobre los que nuestros hijos deberán edificar su propia felicidad. Y lo deben hacer ellos. Con avances y retrocesos. Cometiendo errores y metiendo goles. Con las risas del buen momento y el llanto de los fracasos. De esa madera está hecha la felicidad. De lastimaduras y ampollas pero también de besos y caricias.

De callos en las manos y pestañas quemadas en el estudio. Ese tránsito es la felicidad. Esa es la mejor educación que le podemos dar. Hay que fijar objetivos claros, monitorear las distintas etapas, medir los rendimientos y los cambios, y fijar prioridades en el tiempo. Nosotros debemos darles contención y ayuda pero no reemplazarlos. Darles seguridad pero empujarlos para que se decidan. No aprenderán nunca a andar en bici si no se caen algunas veces. Jamás cruzarán un puente si para que no se arriesguen los reemplazamos y cruzamos nosotros por ellos. Respaldar y acompañar no es reemplazar. Si los reemplazamos somos nosotros y nunca serán ellos. No pueden crecer. Si no lloran no sabrán nunca reír. Si no sufren jamás podrán apreciar el valor de la felicidad.

Bienvenida sea una educación mas flexible, donde se escuche y haga participar mas a los alumnos y no se imponga nada por la fuerza o porque si, porque lo digo yo. Bienvenido el diálogo, la búsqueda de consensos, pero mucho cuidado con dejar de ser exigentes, con anular todo tipo de responsabilidades, con tirar a la basura todos los límites. Ojo con aquellos que manejan facebook todo el día pero no comprenden un texto, ojo con la falta de concentración en las abstracciones y el facilismo que les permite twittwear todo el dia pero que no les permite multiplicar o desarrollar el teorema de Pitágoras.

Es cierto que nosotros veníamos de la escuela autoritaria del excesivo orden, de la gomina, del tomar distancia en la fila, del que no vuele ni una mosca en el aula y por eso no nos atrevíamos ni a hablar. Pero la generación de nuestros hijos que nació en democracia se fue para el otro lado. Y esa necesaria y maravillosa libertad creativa se transformó en muchos casos en vagancia, falta de respeto a las normas de convivencia básica, actitud agresiva e irrespetuosa hacia los maestros. Hay que recuperar el equilibrio y la racionalidad. Ni autoritarismo ni viva la pepa. Que quede claro: siempre hay que respetar la autoridad. Pero al autoritarismo, jamás.