Según Ralf Dahrendorf, “no puede sorprender si muchos llegan a la conclusión de que la democracia significa precios altos, desempleo elevado, bajos ingresos para la mayoría y ganancias especulativas para unos pocos. ¿Para qué ir a votar si éste es el resultado? De hecho, ¿para qué aceptar la democracia?”. Aprensivo en sus juicios, el eminente filósofo, filólogo y sociólogo alemán, nacionalizado británico, no pintó un fresco de algunos países de América latina, a veces enajenados por la polarización, sino uno de Europa del Este después de la caída del Muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989, y de la ulterior desintegración de la Unión Soviética.
Otro 9 de noviembre, el de 1938, representa la otra cara de la moneda en Alemania. Ese día, miles de militantes nazis desataban una ola de violencia sin precedente tanto en su país como en Austria contra ciudadanos de religión judía. Las ejecuciones callejeras y la destrucción de sinagogas, viviendas y comercios eran el prólogo del Holocausto. En palabras de Dahrendorf, “la guerra es para la derecha lo que las revoluciones son para la izquierda: la suspensión de la sociedad normal”. En ambos casos, la vida privada y los acontecimientos públicos dejan de ser parte de la historia. Y la historia se convierte, o se degrada, en una biografía.
En Europa del Este, el final de la nomeklatura y de la Guerra Fría inauguró hace un cuarto de siglo una nueva era. El cambio, propiciado por el presidente soviético Mikhail Gorbachov, contemplaba la doble estrategia de glasnost (apertura) y perestroika (reforma). El desafío era cómo domesticar al poder, no cómo eliminarlo. No hubo entonces una revolución, sino, según el historiador británico Timothy Garton Ash, un híbrido llamado “refolución” (traducido como reformas drásticas ordenadas desde arriba). Eso llevó a apuntar a Dahrendorf en su libro “El recomienzo de la historia”: “Las revoluciones, parece, crean tantos problemas como los que resuelven”.
Decían los alemanes del Oeste (wessis): "Somos un pueblo". Replicaban los alemanes del Este (ossis): "Nosotros también". Era un típico chiste alemán sin gracia. Me lo contaron, entre sorprendentes carcajadas, en el Palacio de Cecilienhof, en las afueras de Postdam, donde los Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética sellaron la división del país después de 1945. Las diferencias subsistían como si convivieran dos países dentro del mismo país, al margen de que cada Land (Estado) preservara su identidad. Los wessis pensaban que los ossis eran lentos, faltos de iniciativa y quejosos. Los ossis pensaban que los wessis eran presumidos y aprovechados.
Aquello que en Berlín dividió al mundo desde 1961 hasta 1989 era, de un lado, el Muro de Protección Antifascista y, del otro, el Muro de la Vergüenza. En el Este acuñaron la palabra “ostalgie” (mezcla de Este con nostalgia) para definir la añoranza de los tiempos en que la economía planificada no permitía que existiera un fenómeno novedoso y abrumador: el desempleo. En los primeros años de la reunificación, si bien la Constitución de Brandenburgo, uno de los cinco Estados reincorporados (más parte de Berlín), incluye el derecho al trabajo, el gobierno, despoblado de la burocracia comunista, no podía garantizarlo.
¿Qué pasó, mientras tanto, en América latina, sometida durante décadas al atraso por el caudillismo, el militarismo, la corrupción y el narcotráfico? El cambio comenzó una década después de la “refolución” de Europa del Este. Lo estrenó en 1999 la mentada revolución bolivariana de Hugo Chávez, primera esquina del socialismo del siglo XXI. Esa revolución con reformas drásticas ordenadas desde arriba tuvo mucho de “refolución”. No surgió de las bases ni provocó una transformación radical del orden establecido, como ocurrió en 1789 con el ancien régime francés. Tampoco sumó voluntarios en el vecindario, excepto donde los petrodólares compraban voluntades.
Con algunas excepciones, la “refolución” bolivariana coincidió con una ola general de rechazo a los partidos políticos, especialmente los tradicionales, tanto en América latina como en Europa. En Venezuela, la Acción Democrática y el Copei pagaron caro haberse turnado durante décadas en el gobierno sin mayores méritos que haber favorecido a una elite. En ese vacío, por el cual el oficialismo “rojo, rojito” se alzó con la mayoría absoluta en la Asamblea Nacional en 2005, encontró Chávez el pretexto de sus planes revolucionarios y expansivos, acotados tras su muerte, en 2013, por el quebranto de la economía.
El declive de los partidos en Europa del Este durante los años de plomo, según Dahrendorf, reflejaba la desaparición del proletariado y la burguesía y el robustecimiento de la clase media, comprimida entre una minoría rica y una mayoría pobre. La falta de clases sociales definidas impide que las organizaciones sean duraderas y quita legitimidad a los partidos, antes considerados hogares políticos. En esas condiciones, líderes que ingresan en la política desde sus márgenes crean agrupaciones que emulan partidos y, en su afán de mostrarse revolucionarios, reaccionan con vehemencia frente a aquello que hiere sus sentimientos o despierta sus resentimientos.
Esos líderes prometen como loros el oro que el moro nunca alcanza. Mienten por sistema, desgarran el tejido político, envenenan el espíritu público y alimentan la discordia civil, según el historiador mexicano Enrique Krauze. También adulteran la esencia de la democracia, coartan las libertades y plantan en su pueblo la mala hierba del rencor social con una única e irrenunciable vocación: permanecer en el mando. Desde Marx, la meta consiste en encarrilar la política y la economía en la misma dirección. El desencanto de la gente termina apuntalándolos acaso por el miedo que siembran frente a un eventual retroceso en las conquistas sociales de no ser reelegidos.
En América latina cambió el discurso político, pero no viró el rumbo económico, más allá del mayor acento en la inclusión. En las elecciones, sean presidenciales o de mitad de mandato, cala hondo ese miedo ante la evidencia de una distribución aparentemente más equitativa del ingreso en beneficio de los pobres, que no dejan de ser pobres, y en perjuicio de los ricos, que tampoco dejan de ser ricos. Ocurre algo parecido en Europa y los Estados Unidos. Tumbado el Muro de Berlín, la libertad tiene más valor que precio, pero la seguridad económica y laboral se cotiza en alza frente al paredón que ha crecido sin pausa y nadie sabe cómo demoler: la desigualdad.
 
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