Dijo el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, que Cataluña se ha ganado el derecho de ser un Estado independiente en forma de república. También propuso, en el pleno del Parlamento catalán, que la decisión quedara en suspenso durante unas semanas, de modo de promover el diálogo o, en realidad, de lograr una mediación. Frente a la ambigüedad, el presidente del gobierno de España, Mariano Rajoy, puso en duda si, después de haber convalidado el resultado del referéndum ilegal del 1 de octubre, Puigdemont había declarado la independencia. De haberlo hecho, le cabrían cargos por sedición y, para Cataluña, la suspensión de su autonomía.

En esas aguas encrespadas se bambolea el barco de la secesión tras el referéndum que, “a porrazos”, intentaron detener la Policía Nacional y la Guardia Civil. Votó en forma irregular la tercera parte de la ciudadanía catalana. En su comparecencia, Puigdemont recordó que había solicitado permiso 18 veces para celebrarlo, como ocurrió en Escocia con la aprobación del Reino Unido. Sus rodeos no sólo confundieron a Rajoy. También provocaron decepción en el núcleo duro de los independentistas, convencidos de que el sucesor de Artur Mas, vedado de ocupar cargos públicos por haber organizado el referéndum de 2014, iba a sellar la desconexión de España.

La incertidumbre se vio acrecentada por los bancos y las compañías que, en un pispás, decidieron levantar campamento de Cataluña. A río revuelto, temor de inversores. Previeron una crisis institucional. En cuestión de horas, España se vio bajo la amenaza de pagar primas más altas para persuadir a los inversores de comprar sus bonos. Eso podía incrementar los costos de los préstamos bancarios y de los créditos para los españoles. Percatado de ello, el gobierno de Rajoy autorizó a las compañías a mudar sus sedes sociales sin la autorización previa de sus accionistas. Un mero trámite que, para Cataluña, significa perder ingresos derivados de impuestos.

La desconexión no es gratuita. Puidemont podía suscribir la Declaración Unilateral de Independencia (DUI), aprobada por el Parlamento regional y prohibida en forma preventiva por el Tribunal Constitucional. No lo hizo. Rajoy podía estrenar el artículo 155 de la Constitución. Un número tabú, el 155, que permite al Estado intervenir para obligar a las autoridades de una comunidad autónoma a cumplir las leyes cuando se han agotado todas las vías de control. Lo dejó en suspenso. Esa norma también está presente en las constituciones de Alemania, Austria, Italia y Portugal.

España no es la antigua Yugoslavia, sometida a tensiones por la hegemonía de Serbia y el secesionismo de Eslovenia y de Croacia. En los Balcanes, la Constitución de 1974 establecía el derecho de separación, aunque también sentara algunos mecanismos para impedirlo. Ese derecho, no contemplado en la Constitución española de 1978, aprobada en su día por el 90 por ciento de los catalanes, sólo figura en las de Etiopía y el archipiélago caribeño de San Cristóbal y Nieves. Se trata del país más pequeño del continente americano, de escasos 261 kilómetros cuadrados.

El desafío catalán sigue un hilo de novela. El de La balsa de piedra, de José Saramago. En ella, un tal Joaquim arroja al mar una piedra “pesada, ancha como un disco, irregular” que, a su juicio, no estaba en su lugar. El impacto de la piedra provoca la separación de la Península Ibérica de Europa. La fisura se abre en forma espontánea a la altura de los Pirineos, “convirtiendo ríos en cascadas y avanzando los mares unos kilómetros tierra adentro”. España, Portugal y Andorra pasan a ser una isla. Nada se ve igual que antes. El aislamiento dinamita las impresiones del mundo conocido, acaso como en Cataluña después de estos días de rupturas sin suturas.

Publicado en Télam

Jorge Elías

@JorgeEliasInter | @Elinterin
Suscríbase a El Ínterin