Contrabandistas de almas
Tarde, como siempre, la Unión Europea se ha comprometido a combatir un negocio que consiste en meter personas desesperadas en barcos desvencijados para cruzar el Mediterráneo desde África
En los cuatro primeros meses de 2015, más de 36.000 migrantes han cruzado el mar Mediterráneo desde el norte de África. La mayoría arribó a Italia, Malta y Grecia, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). Perdieron la vida 1.776. En 2014 fueron 3.500. Tarde, como siempre, reaccionó la Unión Europea (UE) frente a la desdicha de aquellos que el papa Francisco llamó “hombres y mujeres como nosotros, hermanos nuestros que buscaban una vida mejor, hambrientos, perseguidos, heridos, explotados, víctimas de guerras”. Hombres y mujeres, agregó, “que buscaban la felicidad”.
La felicidad era una utopía en el barco que se hundió con 900 personas a bordo en su ruta hacia Italia. Los jefes de Estado y de Gobierno de la UE, reunidos de urgencia, acordaron apretar las clavijas contra los contrabandistas de almas, hundiendo sus naves cuando están vacías. Para ello decidieron triplicar el presupuesto destinado a la operación de vigilancia fronteriza Tritón, que patrulla el Mediterráneo. Los ingresos de indocumentados en Europa se triplicaron con creces en 2014, según Frontex, la agencia europea de fronteras. Fueron más de 170.000. Cada año, a su vez, los gobiernos emiten órdenes de expulsión para 250.000 personas. No siempre se cumplen.
Desde 2000, unas 40.000 personas han muerto mientras intentaban ir a países desarrollados. Más de la mitad, 22.000, a Europa. En su azaroso y peligroso derrotero, los migrantes deben lidiar con milicias armadas, bandas tribales y delincuentes comunes antes de zarpar en barcos desvencijados de plástico o, con suerte, de madera. Algunos huyen de la guerra civil de Siria. Otros huyen de Libia, partida al medio y con dos gobiernos desde el cruento final de Muamar el Gadafi, “un error de Occidente”, como admite el presidente de Francia, François Hollande. Otros huyen del África subsahariana, región que no limita con el Mediterráneo.
En Libia, uno de los puntos de partida, conviven dos gobiernos con sus respectivos parlamentos y ejércitos enfrentados. El reconocido internacionalmente está asentado en la ciudad de Tobruk, cerca de Egipto. El otro gobierno, rebelde e islamista, reside en Trípoli, la capital. No hay día sin violencia. Varios grupos armados libios ofrecen sus servicios a los migrantes de su país, de Siria y del África subsahariana. Hasta allí son trasladados por bandas criminales, como las de la etnia sahariana tubu.
Los jefes tribales amasan fortunas con el tráfico humano e incluso se disputan las rutas con sus pares del pueblo bereber tuareg, también dedicados a este oficio cercano al crimen de lesa humanidad. Las camionetas todo terreno van desde Níger hasta el centro de Libia, donde los migrantes abordan otros vehículos hasta la costa. Pagan 1.000 dólares por cabeza. Los tubus, de aceitados contactos con el gobierno libio reconocido internacionalmente, entregan la carga a bandas que comulgan con el otro gobierno libio. La embarcan o, en algunos casos, la apilan. La mayoría proviene del desierto. No sabe nadar.
“Durante decenios han sido denunciadas las fronteras de África como una obra artificial y arbitraria de funcionarios coloniales cínicos e ignorantes, lo que ha contribuido a una larga serie de rivalidades tribales, si no depuraciones étnicas, pero nadie (y, en particular, las organizaciones panafricanas) desea retocar las fronteras –observa el especialista en geopolítica y política internacional francés Dominique Moïsi–. Cuanto más frágil e inestable es el equilibrio, más necesario es mantener el statu quo”. Ese statu quo no pudo quebrarse durante el espejismo que resultó ser la Primavera Árabe en 2011.
Cuatro años después, apenas un 38 por ciento de los jóvenes de 18 a 24 años de Arabia Saudita, los Emiratos Árabes Unidos, Kuwait, Qatar, Omán, Bahréin, Egipto, Irak, Jordania, el Líbano, Libia, Palestina, Túnez, Marruecos, Argelia y Yemen confía en la democracia como sistema de gobierno, según la VII Encuesta sobre Juventud Árabe, de la consultora ASDA’A Burson-Marsteller. En 2012 eran casi el doble: 72 por ciento. Tres de cada cuatro se sienten amenazados por el grupo radical Estado Islámico (EI). Algunos más, el 81 por ciento, procuran zafar de otro drama contemporáneo: el desempleo, traducido en desaliento y abonado por la violencia y la corrupción. Un drama que, con todos sus componentes, tampoco respeta fronteras.
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