Cuando pase el temblor
El temblor social sacude los países andinos desde Chile hasta Colombia por diferentes motivos, pero con un denominador común: la ira contenida durante años
Un fuerte temblor sacudió el 19 de enero la costa central de Chile. Estuvo a punto de convertirse en un tsunami. Otro, en Perú, el 26 de mayo, resultó ser tan intenso que se hizo sentir en Ecuador y Colombia. En los países andinos, maltratados por los incendios y la deforestación de la Amazonía en Brasil y Bolivia, no sólo ruge la tierra últimamente. También rugen las calles y tambalean los gobiernos y los congresos, asediados por un denominador común: la insatisfacción popular. Los terremotos deparan réplicas, pero ninguno es igual al otro. La convulsión, como los sismos, no perdona ni respeta límites.
La sacudida acecha desde el 18 de octubre al presidente de Chile, Sebastián Piñera, así como al de Colombia, Iván Duque, desde la huelga nacional del 21 de noviembre. Uno, Piñera, vive en vilo por un temblor con alerta de tsunami. No logró atenuarlo con mejoras económicas ni con la promesa de modificar la letra constitucional. El otro, Duque, subestimó el reclamo contra la reforma tributaria, la laboral y la de pensiones, el paquetazo, al cual se sumaron el incumplimiento de los acuerdos de paz, la corrupción y la violencia. La muerte de Dilan Cruz, de 18 años, ejecutado por un policía antidisturbios, enardeció a los colombianos.
En las movilizaciones de ambos países convergen plegarias no atendidas. Un popurrí del cual no sólo participan las organizaciones sindicales, los movimientos sociales y los estudiantes, sino también los ciudadanos de a pie. En especial, la clase media. Aquello que Cecilia Morel, la primera dama chilena, interpretó como una “invasión alienígena” terminó siendo una suerte de guerra, como Piñera creyó al comienzo, por los excesos de los carabineros, más allá de la magnitud de los disturbios. Lejos estuvo de aquietar los ánimos el anuncio del plebiscito para la reforma de la Constitución. La heredada en 1990 de Pinochet, funcional a todos los gobiernos democráticos desde el de Patricio Aylwin.
Idas y venidas, marchas y contramarchas, pedradas y molotov contra gases y perdigones, frente a la disyuntiva de insistir en el toque de queda, como en Bogotá después de la huelga nacional. Su aplicación por unos días en Chile no aplacó la furia, traducida en muertos, heridos, detenidos, violaciones de los derechos humanos, saqueos y quema de hospitales, iglesias, museos y estaciones de metro. Fracasaron todos los llamados de Piñera contra la violencia, como si se tratara del retorno a los años de plomo. Una sorpresa para todos, excepto para los chilenos.
El oasis del continente, como describía Piñera a su país, se vio zarandeado con la fuerza de un seísmo por el aumento de 30 pesos o cuatro centavos de dólar en la tarifa de metro de Santiago. Una suba irrisoria, en apariencia, que acentuó la crisis de gobernabilidad de Chile, al igual que la de Colombia por el paquetazo y otras razones. “No son 30 pesos, sino 30 años”, reza una de las consignas de los chilenos. El pedido de perdón de Piñera pudo ser el de Aylwin o el de sus sucesores, Eduardo Frei, Ricardo Lagos o Michelle Bachelet, sin distinción de ideologías ni de banderías.
En Chile y Colombia, con sus monedas devaluadas por los temblores, el tsunami dejó de ser una amenaza. En Santiago, los estudiantes insisten desde 2006 en la revolución de los pingüinos, llamada así por los uniformes escolares, contra la ley de enseñanza promulgada por Pinochet el día en que asumió Aylwin. Sin éxito. En Bogotá, Duque, enfrentado con el ala dura de su partido, el Centro Democrático, de Álvaro Uribe, quiso mitigar el terremoto con ofrendas económicas, como la eximición del IVA por tres días y descuentos para jubilados. Obtuvo casi la misma respuesta que Piñera. La novedad: los colombianos estrenaron el cacerolazo.
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