Daesh: rápido y furioso
A pesar de perder territorio en Siria y en Irak, el Estado Islámico o ISIS se reinventa con extrema facilidad en su afán de humillar a los gobiernos y agotar sus recursos económicos
Detrás de cada masacre que se atribuye el Daesh, Estado Islámico o ISIS, sea de su autoría o no, prima un fin letal para los Estados: humillar a los gobiernos por su incapacidad para defender a los ciudadanos a pesar de las fortunas que invierten en medidas de seguridad y, de ese modo, minar sus recursos económicos, provocando abruptas caídas en el turismo y sectores afines. Se trata de una estrategia empresarial, más allá de que el terrorismo sea la mercancía. Los atentados contra clubes nocturnos, restaurantes y discotecas de París, Bruselas, Niza, Berlín y Estambul demuestran que un califato de siglos pretéritos ha elegido como blanco las ciudades del siglo XXI.
La amenaza permanente, aderezada por lobos solitarios que obran a veces por motu proprio, desgasta a las autoridades de los países que ataca. ¿Cómo permitieron los gobiernos de Francia y de Alemania, piedras basales de la Unión Europea, que sospechosos de terrorismo embistieran con camiones contra multitudes en Niza y en Berlín? ¿Cómo pudo ser asesinado el embajador de Rusia en Turquía? ¿Cómo ingresó en la discoteca Reina, a orillas del Bósforo, el psicópata que liquidó a 39 personas, entre ellas una muchacha israelí, un libanés, un belga y tres indios, en la noche de Año Nuevo?
El Daesh, a diferencia de Al-Qaeda, ha creado una marca internacional merced a la habilidad de capitalizar el resentimiento, atrayendo voluntades en el exterior, y de administrar un territorio, cada vez más cercado, con ingresos que provienen del mercado negro del petróleo, del contrabando, de la venta de reliquias robadas y de los impuestos y peajes que recauda en sus dominios. No es un Estado, pero actúa como tal. Sobre todo, cuando impone la sharia como ley y se precia en las redes sociales, que utiliza con eficacia, como el componedor de los musulmanes bajo el alero de la rama predominante, la sunita, descendiente directa del profeta Mahoma.
La premisa, según sus órganos de propaganda, no se limita a matar y herir a mansalva a presuntos apóstatas, sino a dañar las economías nacionales, de modo de obligar a los gobiernos a destinar más dinero a la seguridad interna que a la lucha contra el terrorismo. En su prédica, los lobos solitarios son equiparados con ejércitos enteros. ¿Cómo detener entonces a un demente que, turbado después de haber combatido en Irak, abre fuego contra decenas de pasajeros en un aeropuerto de los Estados Unidos? De poco han servido las alertas de diferentes colores y los estados de excepción.
El relato del Daesh se fundamenta en el wahabismo, interpretación literal del islam que rige en Arabia Saudita desde el siglo XVI. En los años ochenta, con el guiño de los Estados Unidos, esa petromonarquía invirtió millones de dólares en la construcción de mezquitas y madrasas (escuelas) en Afganistán, Pakistán y otros países. La casa de Saud, dinastía de la familia real, promocionó su interpretación del islam como una ideología indispensable. La conexión con Osama bin Laden y la voladura de las Torres Gemelas no invalidó la prédica de los clérigos contra los valores occidentales, inclusive en centros religiosos establecidos en el Reino Unido, Francia y Túnez.
El Daesh, supuestamente desmarcado de Arabia Saudita, los Estados Unidos y otros países, ejecuta el plan corporativo que diseñó Samir Abd Muhammad al Khifani, coronel del servicio de inteligencia de la fuerza aérea de Saddam Hussein. Se llama Estado Espía Islámico. Se parece al de la Stasi, servicio de información interior de Alemania Oriental. Detalla el reclutamiento de combatientes, la identificación de las fuentes de ingresos y la estrategia para atacar a los rivales. Fija como horizonte el año 2020 con indicadores que miden el rendimiento mensual y las inversiones en cada región, así como el costo de cada atentado.
Con Internet como aliado casi gratuito, excepto el magro cargo por la conexión, mide el impacto en los medios de comunicación y ensalza las victorias en el campo de batalla. Es un arma psicológica. Realza aquello que Al-Qaeda nunca ejercitó: la autoestima. “Por Dios, ¡lo están logrando!”, recogen como respuesta los escabrosos videos de ejecuciones y de otras maldades. La campaña digital soslaya las derrotas, como la de Alepo. Apunta a instituir la imagen del califato moderno o de la vanguardia del islam, promocionando tanto una administración eficaz como servicios médicos, sociales y de policía para los desposeídos del mundo, ignorantes de su condición de penosa mercenarios en una causa más económica que religiosa o política.
@JorgeEliasInter | @Elinterin
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