El cabreo global
A las rebeliones de izquierda y de derecha, así como al nacionalismo y al islamismo, no las une el amor, sino el supuesto espanto frente a la globalización, a la cual no renuncian
La batalla es económica, me dirán. Y tienen razón. Pero detrás de los intereses perdura otra batalla, la cultural, prima hermana de la política. Desde 1995 hasta entrados los años 2000 estuve con frecuencia en Chiapas, México. Cubrí como periodista el levantamiento de los zapatistas, iniciado el primer día de 1994. Percibí entonces que un movimiento indígena que surgía como detractor del sistema pasaba a ser el principal ususario de las armas del sistema. Era la mejor vía para aprovecharse de las flaquezas ajenas, más allá de apelar a las fortalezas propias para exigir reivindicaciones.
El incipiente correo electrónico obraba como el salvoconducto del subcomandante Marcos. Era un arma infalible. Cada comunicado que redactaba desde la enmarañada selva Lacandona, en el límite con Guatemala, era publicado al día siguiente en el diario La Jornada, de la ciudad de México. A cambio de las primicias, contaba con una suerte de malla de protección ante la posibilidad de que se viera acorralado o fuera capturado. Nadie iba a tocarle un pelo ante la adhesión popular que había despertado tanto en su país como en el exterior.
La globalización iba a unir de ese modo a los zapatistas con los indignados españoles y el Estado Islámico (EI), surgidos tres décadas después en otras latitudes y en otras circunstancias. No tienen nada que ver entre sí, lo sé. En el fondo sólo coinciden en expresar su rechazo al sistema sin salirse del molde. No hay comparación posible entre pueblos postergados, personas cabreadas y musulmanes radicalizados, me dirán. Y, de nuevo, tienen razón. Pero resulta que en tres décadas de idas y venidas por el mundo encontré lo mismo conviviendo con las Fuerzas Armadas de Colombia (FARC), sorteando balas en Medio Oriente, Kosovo y otros enclaves o siguiendo revueltas y elecciones aquí, allá o más allá. Encontré el rencor como munición de armas cada vez más sofisticadas y precisas.
Desde las rebeliones de distinto grupo y factor hasta las campañas de los candidatos a presidente que prometían torcer la historia transitaron una secuencia similar: atacaron al sistema, pero una vez en el poder, si lo alcanzaron, no pudieron modificarlo. O no quisieron. Dejó dicho Marx que la meta consiste en encarrilar la economía y la política en igual dirección. En algunos países de América latina, desde finales de los noventa, cambió el discurso político, creció la intervención estatal y hubo más inclusión social, pero no viró un ápice el rumbo. Tampoco hubo revolución alguna, más allá del impacto del término en el imaginario público y en el recuento electoral.
La batalla cultural, pariente de la política, puso en aceras enfrentadas al mundo cotidiano, regido por el mercado y sus marcas, y al aparente mundo ideal, regido por dogmas que intentan alterar la realidad. De un lado están los villanos, representados por los países poderosos, las multinacionales, los bancos de inversión, los gobiernos de turno o, a la inversa, los partidos de oposición, y del otro están sus víctimas, convertidas en detractores del sistema. Al final del camino, el rencor pesa más que la ideología y, como escribió George Orwell, “no se establece una dictadura para salvaguardar una revolución; se hace la revolución para establecer una dictadura”.
En países polarizados a pesar de ser democráticos, unos ven a los otros como si encarnaran una dictadura, inclusive en inferioridad de condiciones. ¿Pueden dos facciones habitar el mismo territorio? Ocurre a menudo. No se trata del choque de civilizaciones vaticinado por Samuel Huntington, sino de un choque de opiniones. En la lucha a tres bandas entre mi verdad, tu verdad y la verdad, las redes sociales, superadoras del correo electrónico que utilizaba Marcos, han pasado a ser el arma más poderosa contra el sistema y viceversa. Las usan los terroristas y los díscolos con tanta destreza como los gobiernos.
El choque de opiniones echa por tierra la aparente superioridad de Occidente, basada en la caída del Muro de Berlín, el colapso de la Unión Soviética y el giro de China hacia el capitalismo. Con el epílogo del comunismo, escribió Francis Fukuyama en 1989, “podríamos estar presenciando el final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final del gobierno humano”. Era demasiado optimista o, quizá, demasiado ingenuo. No reparaba en que las amenazas podían anidar dentro de las sociedades, no en el exterior, como sucedió años después con la voladura de las Torres Gemelas y otros atentados.
Las armas del sistema se volvieron contra el sistema. “El simple aleteo de una mariposa en el otro lado del planeta podría introducir perturbaciones en el sistema que modifiquen el comportamiento esperado”, postuló el matemático y meteorólogo Edward Lorenz. El efecto mariposa se usa para explicar tsunamis y pandemias, pero tiene su correlato tecnológico. Doce viñetas de Mahoma publicadas en un periódico de Dinamarca desataron iras entre los musulmanes en 2005. Una sugería que el profeta escondía una bomba en el turbante. Varios países las interpretaron como una ofensa. Diez años después, pocos musulmanes lamentaron el brutal atentado contra el semanario francés Charlie Hebdo, propenso a burlarse de ellos.
En el mundo cada vez hay más noticias internacionales y menos noticias extranjeras. Los indignados de España, reunidos en el partido Podemos de Pablo Iglesias, se sienten más identificados con sus pares de Grecia, el nuevo laborismo británico de Jeremy Corbyin, el precandidato presidencial demócrata norteamericano Bernie Sanders y el gobierno de Venezuela que con compatriotas que comulgan con los partidos tradicionales. Sienten lástima por ellos, cual reflejo de su arrogancia. Las armas, salvando las distancias con los partidos xenófobos, los grupos guerrilleros como las FARC y los terroristas como el EI y Al-Qaeda, se cargan con la misma munición, el rencor, a veces exagerado en beneficio propio.
Jorge Elías
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