El dueño de la pelota
Un grupo de muchachos palestinos recurrió al secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, para recuperar una pelota de fútbol que el ejército israelí se niega a devolverles
Durante un partido de fútbol de barrio en la localidad palestina de Kafer Sur, distrito de Tulkarem, Amir descargó su ira con un cañonazo. Le dio a la pelota con tanta vehemencia que logró que traspusiera el muro que separa a la Ribera Occidental (Cisjordania) de Israel. Del otro lado, los soldados israelíes ignoraron los reclamos de los muchachos palestinos. No les devolvieron la pelota ni les permitieron que fueran por ella. El partido quedó en suspenso. Al menos hasta que se expida el secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), Ban Ki-moon, al cual los dueños de la pelota le pidieron que mediara para recuperarla.
La pelota está del otro lado del muro de 700 kilómetros de longitud que Israel comenzó a construir en 2002 sobre los territorios palestinos ocupados después de la guerra de 1967. Lo declaró ilegal el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya en 2004, porque supone una anexión de tierras bajo ocupación militar, pero continúa allí, inexpugnable. Doy fe de los rodeos que debí dar, bordeándolo en un coche, para hallar un check point (punto de control) y regresar a Israel desde Ramallah, donde se asienta el gobierno de la Autoridad Nacional Palestina y descansan los restos de Yasser Arafat. Un suplicio.
Todos los muros tienen una razón de ser. En general, una razón preventiva: desde la Gran Muralla en China hasta las ruinas del muro de Adriano, levantado para protegerse de los caledonios, predecesores de los escoceses. Los muros de la Guerra Fría, erigidos por el comunismo, impedían la salida; los muros de la globalización, erigidos por el capitalismo, impiden el ingreso. Cual resabio del Muro de Berlín, construido en 1961 y demolido en 1989, sobreviven los alambres de púas y las vallas electrificadas en el límite absurdo, y vergonzoso, entre las dos Coreas desde la guerra de los años cincuenta.
El fútbol, como la política, mueve millones, conmueve multitudes, desata pasiones y exalta irracionalidades. En América latina hasta una guerra encontró su pretexto en un partido por las eliminatorias del Campeonato Mundial de 1970, realizado en México. El magro uno a cero con el cual El Salvador venció a Honduras, el 27 de junio de 1969, quedó inscripto como la causa (falsa, desde luego) de los combates que libraron los ejércitos de ambos países por razones territoriales y migratorias. Duraron 100 horas. Del 14 al 18 de julio de ese año murieron más de 6.000 personas y resultaron heridas unas 20.000.
En Gaza, gobernada por Hamas, cara y cruz con Al-Fatah, el partido que rige los destinos de Cisjordania, un argentino enrolado en los cascos blancos de la ONU, mi amigo Ricardo Carugati, creó en los noventa el primer seleccionado de fútbol de Palestina. Pudo ser la fuente de inspiración de los muchachos que, como Amir, de 18 años de edad, no dudan en pegarle a la pelota fuerte y hacia las nubes si las circunstancias apremian durante el partido. Carugati, fallecido tempranamente, era tan buen entrenador como persona. O viceversa.
Un suplicio también era para él atravesar el check point cada vez que iba a Jerusalén. Doble contra sencillo, se habría indignado con la excusa del gobierno israelí para no devolverles la pelota a los muchachos de Kafer Sur: los militares interpretaron que era una concentración que podía derivar en incidentes porque los palestinos a menudo lanzan piedras contra ellos. En la carta dirigida a Ban, fechada en enero de 2014, los muchachos sostienen que “tienen derecho a jugar en sus propias tierras sin restricciones” y que la ocupación viola sus derechos más elementales, entre ellos el juego.
¿Es el fútbol un espejo de las sociedades? Hitler y Mussolini saludaban a los jugadores con las palmas en alto. Las dictaduras militares de Brasil y de la Argentina pretendieron adjudicarse las copas mundiales de 1970 y de 1978, respectivamente. De ser un espejo, el fútbol no mejora la cara de nadie, pero pudo sembrar ilusión, como Carugati en Gaza, o contribuir más que ningún otro fenómeno social a consolidar la Unión Europea después de la Segunda Guerra Mundial. Era más fácil organizar partidos transnacionales que reuniones entre líderes de diferentes países. Eso sí: siempre hizo falta una sola cosa, la pelota.