Final de ciclo
En la VII Cumbre de las Américas quedó claro que los Estados Unidos no aplican la misma vara con todos los países de la región, sino una política bilateral con cada uno de ellos
¿Qué quedó de la VII Cumbre de las Américas, realizada en Panamá, al margen del histórico apretón de manos entre Barack Obama y Raúl Castro después de 55 años de enfrentamiento entre los Estados Unidos y Cuba? ¿Qué quedó, a su vez, de la desatinada decisión de los Estados Unidos de tildar de peligrosa para su seguridad nacional a Venezuela, más allá del discurso errático de su presidente, Nicolás Maduro? Quedó poco espacio para insistir en la retórica contra el “imperialismo yanqui”, bandera de algunos líderes para cargar las tintas contra las maldades ajenas, que abundan, sin reparar en los errores propios, que también abundan.
Esa retórica agotada dio paso al recelo por la decisión de Obama y de Castro de anunciar en forma simultánea y sin aviso, 17 de diciembre de 2014, el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre sus gobiernos, rotas desde 1961. Algunos presidentes se sintieron marginados. Quizá por haber creído que la Revolución Cubana era parte del Patrimonio de la Humanidad. O por haber pensado que Obama iba a consultarles cómo proceder para cerrar la era de los desencuentros con Cuba en coincidencia con otro acontecimiento de envergadura para su gobierno, el principio de acuerdo con Irán ante la posibilidad de que fabrique la bomba atómica.
El final de ciclo no sólo concierne a gobiernos a plazo fijo como el argentino, cuya presidenta, Cristina Kirchner, pareció reprocharle a Obama no interesase en la historia ni regularizar a los indocumentados en su país mientras Maduro, menos exultante, se limitaba a decirle que le tendía la mano. El final de ciclo concierne a todos por un signo de madurez. Tanto en esta cumbre como en la de Cartagena de Indias, en 2012, ningún mandatario estuvo pendiente del presidente de los Estados Unidos, antes portador de la agenda regional. Obama demostró que su gobierno mantiene relaciones puntuales con cada país, no una política general con América latina.
Las crisis son domésticas o bilaterales, no regionales, al margen de problemas comunes como el auge del narcotráfico y la caída del precio de las materias primas y del petróleo. Pasó la bonanza. Las economías perdieron ritmo. Creció la clase media. La corrupción campea a sus anchas y en algunos casos, como en Chile, sorprende. El desatino de Obama con Venezuela, explotado por Maduro, resultó ser uno de los pocos soplos para la lucha contra el “imperialismo yanqui”, agazapado en los oscuros sótanos de Wall Street y de la versión Tea Party del Partido Republicano.
El deshielo de los Estados Unidos con Cuba no es una casualidad, así como tampoco lo es la creciente presencia de China en la región. En La Habana se desarrolla el histórico diálogo de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Es otro inminente final de ciclo. Detrás de la apertura en la isla arribarán inversiones, en su mayoría norteamericanas. Después, tal vez cambie el sistema político, perimido más allá de la defensa de gobiernos que por conveniencia política, como Venezuela, o económica, como Brasil, omitieron calar hondo en la defensa de los derechos humanos y de la democracia.
Esa bisagra en la historia acompaña a otra: la discusión entre los roles del Estado y del mercado en sociedades que, después del aluvión de exclusión de los noventa, se ven ahora en la necesidad de aplicar políticas de inclusión para superar la desigualdad y la pobreza. Eso dejó la última cumbre de Obama. La radiografía de democracias electorales consolidadas con espasmos coyunturales y algún que otro arrebato de adolescencia tardía, como si aún viviéramos en los setenta.
Desde 1991, los 16 presidentes de la región que no concluyeron sus mandatos fueron sucedidos con apego a las normas institucionales. Los resultados de las elecciones de 2013 y de 2014 mostraron más divisiones internas que ataques externos, más allá de las sospechas sobre la mano oculta del “imperialismo yanqui”. Que tal como lo pintan, no seamos ingenuos, existe y apela a sus peores artes para dividir y reinar, pero siempre cuenta con las debilidades internas como excusa para acudir en defensa de valores que, tampoco seamos ingenuos, muchos proclaman y, en algunos confines de continente, pocos honran.
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